Recuerdo cuando los niños pedían a los Reyes Magos un tambor. Los padres acostumbraban a suplicar a los Reyes que no les hicieran caso. Pero algunas veces la petición no surtía efecto y llegaban a la casa los tambores solicitados. Eran pequeños y modestos, pero que exasperaban a los mayores. No obstante, al tercer día de percusión constante el niño se cansaba o el tambor se rompía, y volvía la vida normal.

Ahora ha aparecido el problema de los jóvenes que se dedican a tocar el tambor, el bongó y como se llamen los diversos instrumentos de percusión. Son capaces de pasarse horas tamborileando. Naturalmente, los vecinos que constituyen el auditorio involuntario de estas demostraciones han protestado al ayuntamiento. Quien cruza por la zona es posible que se pare un momento a contemplar el espectáculo. Luego se va. Quien vive cerca del tamborileo continuo lo tiene mal.

Treinta personas tocando el tambor a la vez no es poco. Los representantes del ayuntamiento han dicho, ante las quejas, que ya se enfrentarán con el problema después del verano, o sea que cuando haga calor y los vecinos quieran tener las ventanas abiertas, se tendrán que aguantar. Y es la persistencia de la actuación, las horas que dura el estrépito, lo que resulta difícil de digerir. Porque yo creo que entre tantos percusionistas hay algunos que podrían actuar cinco minutos y seguramente encontraríamos que algunos tienen el arte de convertir el tambor en un instrumento. Como sucede con los baterías de jazz. Pero me da la impresión de que, por medio de un tamborileo incansable y colectivo, estos hombres desean realizar una inmersión en otro mundo, el ruido como una droga, como un éxtasis, recuperando un ritual de hace milenios.. Pero lo que quieren los vecinos es que los dejen tranquilos. Y no deja de ser chocante que los guardias puedan multar a los que tienen el televisor demasiado alto o a los clientes de un café que hacen bulla en una terraza.