Aunque los fastos coloniales en Europa resultan un anacronismo, los gibraltareños han festejado por todo lo alto, con el apoyo de Londres, sus 300 años de dependencia británica para refrendar su deseo de no ser españoles. La España democrática no ha tenido más suerte que la dictadura de Franco con el contencioso del Peñón. Y eso que el consenso de Bruselas, tras la incorporación a la Europa comunitaria (1986), previó la negociación sobre todos los aspectos del litigio sin participación de los representantes de los llanitos, una población ahora dedicada a la ingeniería del paraíso fiscal para paliar el cierre de la base militar.

Negociación y concesiones recíprocas son la única vía viable para España y Gran Bretaña, dos países que son socios y hasta amigos cuando no interfiere el muro de Gibraltar. Las ideas son innumerables para resolver el conflicto, pero mientras no prospere el diálogo y se perpetúe la crispación, los gibraltareños y las empresas que los apoyan, auténticas lavanderías de dinero sospechoso, encontrarán motivos suficientes para imponer la intransigencia en perjuicio de la amistad hispano-británica y en violación flagrante del espíritu y la letra de las disposiciones de la Unión Europea.