El Día Mundial contra el Sida nos ha servido para saber que cerca de 40 millones de habitantes del planeta han contraído la enfermedad o están en riesgo de padecerla en breve. Y que cinco millones de personas que ya están contagiadas en África y en Asia podrían afrontar mucho mejor las consecuencias de la pandemia si recibieran un tratamiento similar al que reciben los 400.000 enfermos occidentales. Como la vacuna para impedir la expansión de la enfermedad está lejos de obtenerse, la mejor manera de detener su extensión es la profilaxis sexual que representa el uso de condones.

Pese a conocer los datos inquietantes sobre la evolución del sida, el Vaticano ha retorcido de manera abusiva la terminología médica y lo ha llamado "inmunodeficiencia moral"; y los obispos españoles se han atrevido --¿con qué rigor científico?-- a evaluar la calidad de los preservativos, a los que atribuyen un índice de error de hasta el 15% en su uso.

La Iglesia católica, como las demás religiones, tiene derecho a exigir a sus fieles que cumplan con los preceptos morales de fidelidad. Pero descalificar los condones es una irresponsabilidad.