El programa 59 segundos es ese espacio que ha incorporado en TVE-1 --con dinamismo y pluralidad-- los debates políticos nocturnos. Si Miguel Angel Moratinos hubiera declarado en tal programa que a él no le constaba el apoyo del Gobierno del PP al golpe de Estado de Venezuela y que, además, tenía el profundo convencimiento de que la derecha española nunca se pondría al lado de un presidente sedicioso, como lo fuera --fugazmente-- Pedro Carmona, jefe entonces de la gran patronal venezolana, a nadie se le habría ocurrido afirmar que tales cosas no las debía decir un ministro de Asuntos Exteriores. Y menos por la tele y menos aún disponiendo en cada intervención de 59 segundos.

Pero en este país, de larga y penosa tradición inquisitorial --reflejada, por ejemplo, en cuadros impresionantes como los de Pedro Berruguete (1420), Francisco Ricci (1683) o Goya (1815-19), entre otros-- suceden acontecimientos asombrosos. Quien dice una verdad que escuece, como Moratinos, se arriesga a comparecer como reo ante un auto de fe y ser quemado en la hoguera del rencor, los vituperios y las injurias. La verdad de Moratinos escuece porque José María Aznar no condenó el golpe y porque los embajadores de George W. Bush y de él mismo acudieron presurosos en socorro del golpista.

Acontece, por otra parte, y para mayor inri, que el PP va ahora de demócrata/de/toda/la/vida, alienta guerras alardeando que hay que acabar con dictadores como Sadam Husein y desde que ha descubierto el desembarco de Normandía levita con los americanos olvidando, sin embargo, que no sólo combatieron por la libertad los soldados de Estados Unidos --lo que es rigurosamente cierto--, sino de otros muchos países, incluida la Unión Soviética y, por supuesto, muchos exiliados españoles. También olvida que la Casa Blanca prefirió proteger al general Franco --amigo de Adolf Hitler y de Benito Mussolini-- que propiciar el retorno de la democracia, vilmente liquidada por los golpistas del 36.

Estamos en plena representación de una tragicomedia llamada El mundo al revés. Quien dice la verdad se expone a un linchamiento mediático de contenidos repugnantes --ya conocidos y sobados--, donde los insultos acostumbran a sustituir de forma sistemática a los razonamientos. ¿Qué es más grave, haberse equivocado en las formas --como admitió Moratinos-- o haber respaldado un golpe de Estado contra un gobernante elegido por las urnas? Parece que en este mundo vuelto del revés --al que el PP nos pretende conducir a empujones-- es bastante más importante que el Gobierno español, en este caso el de Aznar, muestre comprensión y hasta simpatía por un acto de ruptura constitucional flagrante --cometido en un país amigo y vinculado estrechamente a España, como es Venezuela-- que el hecho de que el ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno siguiente lo denuncie.

El lunes pasado, Aznar en su comparecencia ante la comisión de investigación del 11-M no aportó ni una sola prueba que avalara su empeño en hacer creer a los ciudadanos --entre el 11 y el 14 de marzo-- que la autoría de la horrenda matanza en Madrid correspondía a ETA. Pero, en cambio, se permitió descalificar con dureza retórica escalofriante a todos sus oponentes, a los que acusó de haber urdido aquellos días "una gran mentira" con el apoyo de determinados medios de comunicación, singularmente la SER. ¡Paradójica situación! Aquellos que se ajustaron a la verdad de pleno, al difundir la culpabilidad del terrorismo islamista, son condenados por herejes. Mientras, aquel que ocultó deliberadamente información esencial sobre los atentados aparece como si él fuera el sheriff frente a un peligroso grupo de sospechosos.

No nos engañemos. El formidable intento de acoso y derribo dirigido contra Moratinos forma parte de la estrategia conservadora de ir a por todas, resucitando el clima de crispación contra la izquierda que con tanto éxito protagonizó Aznar antaño. Necesitaba el PP alguna señal esperanzadora para iniciar otra vez la batalla sin cuartel. Pues bien, el 2 de noviembre los votantes favorables a Bush llenaron de regocijo a la derecha española, inyectándole moral de victoria y renovado ardor guerrero. Luego la aparición en carne mortal de su ídolo más querido, Aznar, resistiendo heroicamente durante 11 horas seguidas los embates de los portavoces parlamentarios la ha instalado en la ensoñación del triunfo. Moratinos da el perfil como ministro de progre trasnochado que tanto provoca las iras del aznarismo y, por supuesto, tanto disgusta a Bush y su entorno. Es un enemigo a batir para romper así el frente de la política exterior del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, una de las claves del mayoritario sostén con el que el presidente sigue contando.

Al lado de Moratinos --es decir, al lado de Rodríguez Zapatero-- se han alineado de nuevo todos los partidos parlamentarios, salvo el PP, claro. Se trata de una alianza más o menos tácita que en torno a los socialistas incluye desde sectores importantes del centro-derecha moderado, como a tales efectos cabría describir a CiU o al PNV, hasta de Izquierda Unida, pasando por un mosaico de partidos ideológicamente progresistas, al margen de sus opciones de carácter nacionalista. De la capacidad que tengan Rodríguez Zapatero y los líderes de los otros partidos para mantener firme este pacto dependerá en gran medida que Aznar --¿o Mariano Rajoy?-- se salga con la suya. Para el PP, Moratinos, como tantas otras cosas, no es un problema. Es un pretexto en el todo vale para volver pronto al poder.