Muchas son las personas conocidas por la historia que han pasado por el Desierto de Las Palmas. Me gusta saber que han vivido con nosotros o nos han visitado, tantas en estos más de tres lustros, que se pueden hacer verdaderas colecciones de personajes históricos que han influido en la ciencia, literatura, en la política, en lo social, en la Iglesia del momento, etc. Es la acogida una realidad contemplada y palpada en el Desierto, en el valle de esta Santa Montaña abierta al mar como horizonte, donde lo lejano se hace cercano, y en el que Benic ssim se mezcla entre la frescura del verde montañoso y el azul Mediterráneo.

La riqueza de toda cultura, del modo de vivir de las gentes, está en saber el significado de la acogida. Diría aún más: el aval cultural de una sociedad está en la capacidad de acoger personas por distintos motivos. La historia nos dice que si nos cerramos en nosotros mismos, en nuestras propias carencias o problemas, esto nos lleva a la desgracia de la cerrazón, pionera de la incultura y del fanatismo, que es germen de la violencia. La acogida es un sentimiento tanto del que acoge como del que es acogido. Nos movemos en términos de sentimientos, con lo cual las palabras siempre quedan en la medida de la experiencia personal.

Podemos tener leyes o estructuras, incluso unos intereses para acoger a los turistas, a los inmigrantes, desplazados por asuntos familiares o laborales, todos ellos por algún motivo fuera de sus tierras, de sus raíces o cultura, realidad que todos podemos sufrir tarde o temprano; todos dirán si son acogidos, si se sienten como tal. Ésta es una asignatura obligatoria en el Desierto de Las Palmas: podemos no llegar a ser lo suficientemente acogedores, quedándonos en el intento, o bien llegar a sentir aquellos que son acogidos como miembros de nuestra propia comunidad o familia. Si no es así, lo tenemos claro: mejor no acoger.

La acogida significa admitir, proteger y favorecer a quien viene a nuestra tierra, a nuestra casa, a este valle montaraz. Tal es el sentido de acogida que deseamos a las personas que entran dentro del convento, así es como lo han experimentado personas de todo tipo. Así acogimos, a su llegada a Castellón en 2001, al monje de la Iglesia Ortodoxa de Rumanía, el padre Adrián Nicodim Arsehie, hombre pequeño en estatura, sobrio en sus formas y persona que da confianza, para que el abundante colectivo rumano tuviera a su Iglesia Ortodoxa (hermana nuestra, que ha sufrido la persecución en años pasados y, ahora, la emigración de sus gentes). Este monje que busca casa para vivir, trabajo para comer, iglesia para reunir a su pueblo, en el Desierto de Las Palmas quisimos acogerlo para que las raíces culturales y espirituales de los que nos están ayudando a construir una sociedad llamada de bienestar sean lo más dignas posible.