La escala de las cosas se mide por el lugar en donde ocurren y por las personas que las sufren; lo sabemos, y por ello miramos con indignación pero sin asombro las diversas injusticias que corroboran un día tras otro lo poco que la humanidad ha evolucionado y las exiguas esperanzas que nos quedan.

El hecho de que 550 millones de personas vivan en la actualidad con menos de un dólar diario debería ser incompatible, por ejemplo, con que las entradas al recién restaurado teatro de ópera de Milán se pagaran nada menos que a 2.000 y a 2.400 euros cada una --en la reventa--, es decir, una cantidad de dinero que a aquéllos que viven con menos de un dólar diario les serviría para malvivir casi siete años --o para vivir medio bien alguno--.

Está claro que se nos ha olvidado algo importante y que gracias al pan y circo andamos lo suficientemente entretenidos como para que los gobiernos del mundo entero prosigan en una insensata cruzada dirigida a ampliar mercados y, al mismo tiempo, a fomentar un cínico crecimiento económico que seguirá incrementando el beneficio de los menos y la carestía de los más. Y así hasta que nos toque a todos, cuando sea ya demasiado tarde.

Tal vez debamos reaccionar antes y plantearnos las cosas a nuestra pequeña escala de ciudadanos que ni mandan ni van a La Scala. Quizá tendríamos que pensar unas cuantas veces, por poner un ejemplo, en las cosas que vamos a comprar durante estas fechas navideñas y analizar cuántas de ellas nos resultan de veras necesarias. Frenar esta loca carrera antes de precipitarnos en el vacío parece, como mínimo, aconsejable.