Cuando hace 26 años los españoles y las españolas refrendamos la Constitución de 1978 iniciamos el más fructífero período de modernización política y social de nuestra historia. Dejábamos atrás los tiempos oscuros de la dictadura para reemprender la construcción de una democracia moderna que nos iba a homologar con las sociedades de nuestro entorno. El referéndum del 6 de diciembre fue un acto de voluntad popular por la convivencia, un pacto de iguales que querían vivir y construir su futuro en libertad. Uno de esos momentos que nos hicieron estar "en el corazón de la Historia".

Hace ya más de un cuarto de siglo y la Constitución sigue teniendo plena vigencia. Los valores sobre los que fue levantada continúan informado nuestro devenir colectivo. Nos ha permitido romper con el maleficio de la historia y disfrutar en democracia de la estabilidad política e institucional por la que tantos compatriotas habían luchado. Mas sería irresponsable negar la evidencia: han ocurrido demasiadas cosas en estos años, en España y en Europa, como para negar la conveniencia de introducir determinadas correcciones en el texto constitucional.

La Constitución de 1978, como cualquiera otra, no es un fin en sí misma. Es un instrumento para la convivencia de los pueblos y las gentes de España nacido en un contexto histórico determinado. No se trata nuestra Carta Magna de un aglomerado de principios "por su propia naturaleza permanentes e inalterables", como de sí decía la ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958. A diferencia de la legislación franquista, la Constitución es un órgano vivo, dúctil, que contiene en su propio articulado los mecanismos de adaptación necesarios para adecuarse a las aspiraciones de hombres y mujeres de su tiempo. ¿Alguien puede pensar que los españoles de 2004 siguen aspirando en su literalidad a lo que aspiraban en 1978? ¿Y qué ocurrirá en 2010 ó en 2050?

Traicionaríamos el pacto constitucional si no fuéramos capaces de respetar su espíritu. Y no pretendía este hacer una foto fija, inamovible de lo que debía ser in eternum nuestra forma de vivir en sociedad. Antes al contrario. La Constitución definió el punto de partida, el marco de construcción convivencial en el que debíamos hacer realidad el sueño colectivo de una democracia respetada por nosotros y por nuestros vecinos. No pudieron prever los constituyentes las nuevas circunstancias históricas, las nuevas realidades y los anhelos de las nuevas generaciones; fueron conscientes de ello y, como cabía esperar, diseñaron con minuciosidad los procedimientos a seguir para reformar su propia obra.

En su discurso de investidura, José Luis Rodríguez Zapatero concretó la reforma constitucional que prevé impulsar el Gobierno en cuatro puntos: la adecuación del Senado a la realidad plural de la España autonómica; la explicitación en el texto constitucional de las 17 comunidades autónomas y de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla en tanto que partes constitutivas del Estado; la incorporación de la Constitución Europea; y la eliminación de la discriminación hacia la mujer en el orden sucesorio a la Corona, sin que ello tenga efectos en el actual Príncipe de Asturias.

Es un programa razonable de actualización. Razonable y necesario si queremos que la Constitución responda a los nuevos tiempos. Introducir esos cambios, u otros que puedan plantearse en el futuro, no cuestiona su valor y su centralidad en nuestras vidas. Es esa la mejor manera de darle nueva legitimidad ante la ciudadanía y de fortalecerla frente a sus adversarios.

Todos contribuimos en su momento al alumbramiento del pacto constitucional. Y a todos cabe exigir cordura y lealtad ante las reformas propuestas. Flaco favor harían al interés colectivo aquellos que, con la pretensión de debilitar al Gobierno, utilizaran la reforma de la Constitución como uno más de los asuntos sobre los que abroncar la vida política.

Quienes pretenden apropiarse de forma excluyente de la Constitución, como quienes lo hacen de banderas, himnos, lenguas o identidades, empobrecen aquello que creen proteger. Dicen defender la Constitución frente a los otros, y en realidad acaban por convertirla en un fetiche que conduce a la división más a que a la unión. Tal vez sea el dogmatismo de los conversos lo que les impida afrontar con visión de futuro la actualización de nuestra ley de leyes.