La intervención de Pilar Manjón en la comisión parlamentaria que investiga el atentado del 11 de marzo en Madrid no es una más. Los balbuceos de los comisionados al testimonio de la representante de las víctimas señala no sólo el abismo que separa la palabra de las víctimas del discurso político, sino también, y sobre todo, la vacuidad de la forma de razonar que domina en la vida pública.

No es un asunto de tono, sino de contenido. Se engañan los políticos cuando, al ser preguntados luego por periodistas, señalaban el aspecto emotivo de la intervención de una madre doliente. El valor del testimonio no está en la emoción, sino en la revelación de un secreto. La mirada de la víctima ve algo que escapa incluso al ojo del paseante más atento. Lo decía ella de una manera muy gráfica: mientras los demás estábamos petrificados en nuestras casas viendo imágenes del atentado, o algunos calculando los efectos electores del atentado, ellas andaban de un lado para otro buscando a sus seres queridos, acompañándoles en los hospitales o enterrando a los muertos. Esa experiencia de una vida que gira entorno al dolor y a la muerte, mientras que para los demás eso era sólo un aspecto marginal, marca el territorio que sólo nos puede ser conocido por el testimonio de las víctimas.

En la genial película de Lanzmann, Shoah, sobre los campos de exterminio, hay una primera secuencia en la que un superviviente avanza por el verde prado de un idílico bosque hasta que se para en seco y dice: "Era aquí". Los demás no vemos más que césped y árboles. El ve el lugar de la cámara de gas. Y ese lugar de muerte forma parte física de ese bosque, aunque los demás no veamos nada. Si queremos conocer ese lado oculto de la realidad tenemos que recurrir a la mirada de la víctima. "Escúchennos. Somos las víctimas", decía ella.

Eso que llamamos civilización es un prodigioso andamiaje de ocultamiento de la realidad más siniestra. Nos hemos convencido entre todos de que el mundo debe funcionar al margen del costo humano y social que conlleva el progreso. La vida tiene que seguir aunque algunos queden en las cunetas. Hemos construido teorías de la justicia al margen de las preguntas de los que sufren la injusticia. Tenemos miedo del sufrimiento a pesar de que, como decía Pilar Manjón, "no es contagioso". No contagia, pero sus preguntas desestabilizan, por eso conviene blindarse contra él.

Hasta que la víctima se cuela en el sistema y habla, entonces, como en el caso del cuento El traje nuevo del emperador, resulta que el rey estaba desnudo y que la famosa comisión con su masa de documentos y horas de entrevistas poco tiene que ver con lo fundamental: hacer justicia a las víctimas, concretar lo que significa reconocimiento de la injusticia que se les ha hecho, y recordarlas de tal suerte que el crimen no se repita. Frente a esas graves tareas la comisión, como decía Pilar Manjón, ha hecho política "de patio de colegio". Se peleaban por lo suyo, se reían de gracietas, ridiculizaban al rival o echaban el resto en probar tesis preconcebidas. Es verdad que no todos han hecho el mismo juego, pero nadie ha hecho un gesto suficiente de reprobación, nadie ha dicho basta.

La autoridad de la víctima no reside en un plus de información sobre el atentado --incluso puede que tenga menos--, sino en la riqueza de su mirada. Ven el mundo de otra manera. Nada más ajeno a esa mirada que las peleas partidarias sobre el resultado electoral. El sufrimiento, decía ella, une, es solidario y agradecido. No rivaliza entre víctimas ni establece un ranking entre víctimas de primera o de segunda. Y no lo hace porque las víctimas están obligadas a tocar fondo al tener que vivir la vida como una ausencia. La comunidad de sufrimiento valora la vida como el valor más absoluto al que todos nos debemos y en el que todos nos encontramos. Cuando hablan de la dignidad de la vida desde la experiencia de la muerte saben de qué hablan, por eso pueden exigir diligencia en la búsqueda de errores, así como respeto al tratamiento periodístico de las desgracias vividas. La sangre, que tan fácilmente se convierte en espectáculo o en negocio, puede ser para las víctimas un nuevo descenso al infierno de la desesperanza.

Mas allá de las críticas que ha dirigido a políticos, periodistas o jueces, lo que esconde su discurso es la exigencia de una nueva forma de hacer política: desde la compasión. Todos sabemos que la sal de la política es el conflicto, la respuesta a los conflictos o problemas de convivencia propios de sociedades plurales y complejas. Lo que la víctima añade es que en esos conflictos no sólo hay problemas, sino sujetos humanos: detrás de una desigualdad hay seres humanos que padecen una injusticia, es decir, que sufren.

La mirada de la víctima es el anuncio de que el sufrimiento es la condición de toda verdad. Si la política quiere luchar contra el sufrimiento que subyace a los conflictos tiene que hacerlo un político compasivo. El impacto sobre comisionados y radioyentes que han tenido las palabras de Pilar Manjón se debe a que ha sabido decir algo originario, inmemorial, algo que está en la razón de ser de lo político, y que ella ha actualizado empujada por la fuerza que da el sufrimiento del inocente.

Pilar Manjón resumía su catálogo de reivindicaciones a la comisión con tres palabras: verdad, justicia y reparación. Que se esclarezcan los hechos para que no se repitan, que se haga justicia a las víctimas no sólo castigando a los culpables sino guardando memoria de las injusticias cometidas. Y reparación, "pero no económica --añadía--, sino moral porque el dinero no abraza ni consuela".