La dimisión de David Blunkett de su cargo de ministro del Interior del Reino Unido, además de un bello ejemplo de ética política, es una lección que deberíamos aprender todos. El pecado de David Blunkett no fue ni mucho menos un caso de corrupción ni de traición, sino simplemente el de haber urgido al burócrata de turno para que tramitara con rapidez el visado de su niñera filipina.

¿Se imaginan ustedes algo parecido en esta España, cuna y paraíso de la picaresca, donde la burocracia sigue siendo lenta y poco dada a la cortesía?

El caso de David Blunkett ha devuelto a mi memoria aquel otro del decenio de los años 60: el affaire Profumo. El entonces ministro británico había caído ante los encantos de una damisela fácil, Christine Keeler, en cuyas orgías también participaba un miembro de la embajada soviética, al que se suponía agente de la KGB.

El ministro Profumo no fue destituido ni por escándalo ni por la posibilidad de que hubiese pasado información al enemigo. Se le destituyó, simplemente, por haber mentido al Parlamento.

Y claro, junto al recuerdo de Profumo me ha asaltado la memoria reciente de la comisión del 11-M y el posterior empecinamiento de Rajoy y Acebes en mantener la confusión y el engaño. España, comparada con el Reino Unido, es una democracia en pañales, pero si se le aplicara con rigor una mínima ética política, probablemente el Partido Popular tendría que recurrir a sus juventudes, a sus nuevas generaciones, para poder sustituir a sus cargos actuales.