El año pasado decíamos en este mismo periódico que "nada peor le puede suceder a una sociedad que aceptar como normal todo lo que le pasa". El proceso de investigación encargado por el Parlamento a la comisión creada a raíz de los atentados del 11-M del 2004 en Madrid fue un claro ejemplo de anormalidad de comportamiento político que, por reiterativo, acabamos aceptando como normal.

El "ya sabíamos lo que iba a pasar" frena nuestra conciencia crítica y nos hace ser espectadores pasivos cuando, tratándose de algo tan importante como lo sucedido en esos días, deberíamos exigir el esfuerzo de sus señorías para ofrecernos una explicación coherente de lo sucedido y las responsabilidades a que hubiere lugar.

Soy de los que piensan que la verdad es una determinada interpretación de la realidad que hacemos en cada momento y no una objetiva y definitiva aprehensión de esa realidad. Dice Clément Rosset (Lo real. Tratado de la idiotez) que "cuando se atribuye un significado a lo real se presta un valor imaginario". Es cierto.

Pero para poder plantearnos una interpretación de los hechos necesitamos conocer esos hechos. Necesitamos explicaciones para atribuir un sentido a lo que pasó del 11 al 14 de marzo del 2004. En el espacio situado entre lo que sucedió y el sentido que le demos es donde habita la verdad como descriptor máximo de esa realidad; realidad que, es muy probable, no se agote con la explicación.

Muchos ciudadanos debieron pensar que ésa era la intención del Parlamento al nombrar la comisión de investigación del 11-M: averiguar la verdad. Sus señorías, con todo respeto a su actuación, no dieron la impresión de querer, "entre todos", buscar una explicación de los hechos, del porqué, del cómo. De la información que de sus sesiones de trabajo tuvimos y de las televisadas últimas comparecencias, uno sacó la impresión de que cada señoría y cada partido ya tenían esa explicación. No pretendían averiguar, sino contar, una vez más, lo que ya habían dicho.

Prácticamente no hubo diferencias entre lo que afirmaban antes de ponerse en marcha la Comisión de Investigación del 11-M y lo que afirmaron después. "Se ha demostrado lo que decíamos" fue la frase que más oímos. Si lo único que se buscaba, como parece, era demostrar que "yo tenía razón y el otro mentía", no hacía falta la comisión de investigación. Su función era intentar esclarecer la verdad para exigir justicia, responsabilidades y reparaciones, y no la de la crítica política. Acertó la familiar de una de las víctimas al afirmar que "los partidos han aprovechado la comisión para atacarse unos a otros".

Puede que Winston Churchill tuviera razón cuando dijo que si quieres que una investigación se diluya, nombra una comisión. Pero no tiene por qué ser así. Somos muchos los que pensamos que hay que denunciar el que la anormalidad política se convierta en normalidad. La salud de una democracia depende de ello. El no tener una información correcta y contrastada de lo sucedido entre el 11 y el 14 de marzo del 2004 es una anormalidad política, un hurto a la opinión pública y una deuda moral con los 1.800 heridos y los familiares de las 191 víctimas mortales.

Ya sabemos que sus señorías son ciudadanos que deciden dedicar su tiempo al quehacer de la res publica, de la cosa pública, a gobernar para el mejor bien de la sociedad. Pero, precisamente por ello, es por lo que, a punto de cumplirse el primer aniversario del 11-M, les exigimos honradez en lo público y lealtad con la sociedad por encima de los compromisos con sus propios partidos.

No les exigimos una preparación específica, ni tan siquiera resultados --por fortuna, tenemos las elecciones cada cuatro años para, con nuestro voto, decirles si lo han hecho bien o mal--, solamente exigimos honradez con el compromiso que han adquirido con la sociedad. Honradez (parres¬a) que Michel Foucault define como "una forma de actividad verbal en la que el hablante tiene relación específica con la verdad a través de la franqueza, una cierta relación con su propia vida a través del peligro, un cierto tipo de relación consigo mismo o con otros a través de la crítica (autocrítica o crítica a otras personas), y una relación específica con la ley moral a través de la libertad o el deber". No albergo dudas sobre la parres¬a de sus señorías, pero en algunas ocasiones como la que nos ocupa, su "relación con la ley moral a través de la libertad o el deber" tendría que demostrarse de forma fehaciente. La democracia depende de las formas y de la confianza de los ciudadanos en la parres¬a de sus gestores. Hasta el momento hemos perdido la oportunidad de demostrarlo.