A pesar de que todos maldecimos las guerras, los hombres, esos seres de la creación que nos creemos ser los más inteligentes, por blancas o por negras no sabemos vivir sin ellas y más pronto o más tarde nos olvidamos de las catastróficas consecuencias y daños que reportan estas crueles contiendas.

Las guerras matan a la gente cayendo buenos y malos, jóvenes y viejos, listos o cayendo torpes inutilizando de por vida a muchos. Sufren todos atroces miedos y horribles pánicos estén en primera línea o en la retaguardia. Nos quitan el sueño y nos matan de sed y de hambre insensibilizándonos y embruteciéndonos, pues matamos o nos matan gentes que ni conocemos. Se derriban y asolan pueblos enteros y monumentos históricos, fomentan imborrables odios y acaban haciendo lo que llamamos paz, para muy pronto olvidarnos de tanta crueldad y volver a empezar, pues siempre quedan gentes irresponsables que continúan, y retornan a las andadas, quizás porque ello les beneficia o se camuflaron antes.

Los sentimientos desaparecen y me río yo de las llamadas reglas militares convenidas, pues la rabia y el deseo de matar al enemigo predominan. O tu o yo, y algunas religiones revolviendo el odio, aplican el bien que predican frente a creyentes suyos al prometerles la gloria de su cielo a quien se inmole matando ciegamente a otros. Las guerras, como afirmó Churchill, no son más que ríos de sangre, sudor y lágrimas. ¿Para qué?