Es frecuente que una pareja --casada o no y normalmente con hijos-- venda la pequeña vivienda --de menos de 60 metros cuadrados-- que adquirió al comienzo de su convivencia, siete u ocho años antes, para adquirir otra mayor, de alrededor de 100 metros cuadrados. Y no es extraño que 10 o 12 años después vuelva a enajenar este segundo piso, para alcanzar la gloria en forma de casa adosada. Se trata, habitualmente, de parejas en las que trabajan duro él y ella, y tienen cierta capacidad de ahorro. No obstante, no suele bastar el producto de su esfuerzo para sufragar estas sucesivas mejoras. La financiación de las ulteriores adquisiciones se efectúa, en buena parte, con la plusvalía generada por el sensible incremento del precio del piso que enajenan, complementada con una nueva hipoteca. Ello explicaría las estadísticas de algunos bancos, según las cuales el plazo medio de amortización de los préstamos hipotecarios es inferior a 15 años. También ocurre que, tras la muerte del marido o la mujer, el viudo o la viuda, con los hijos ya emancipados, venda la vivienda familiar para adquirir otra menor --a veces un apartamento--, que genere menos gastos y disfrute, en ocasiones, de servicios que palien la soledad inevitable del que ha sobrevivido.

Todo esto significa que las viviendas ya no son bienes que se adquieran para toda la vida, sino que están pasando a cubrir un papel que es más propio de los bienes de consumo duradero. Así, a cada etapa de la vida le correspondería, según las circunstancias, un determinado tipo de vivienda. Por consiguiente --y sin entrar en el debate sobre las viviendas de 30 metros cuadrados--, resulta aconsejable meditar con calma antes de descalificar con desdén una propuesta.