La Comisión Europea de José Manuel Durao Barroso nació bajo la sombra de la sospecha. El Parlamento europeo rechazó a su primer equipo de comisarios, porque incluía como responsable de Justicia a Rocco Buttiglione, que había cargado contra las madres solteras y la homosexualidad y afirmaba que "el matrimonio sirve para que la mujer pueda tener hijos y el marido la proteja". En febrero, Barroso intervenía en la campaña de las elecciones portuguesas con un espot en el que apoyaba al Partido Socialista Demócrata (centroderecha), lo que provocó la protesta de los socialistas y los verdes, e incluso el Grupo Popular le exigió inteligencia y sensatez suficiente para no inmiscuirse en la política portuguesa.

Ahora, la cuestión es mucho más grave, porque se ha descubierto que Barroso, una vez designado presidente de la comisión, pasó las vacaciones de verano a bordo del yate del magnate griego Spiro Latsis, propietario del Eurobank, entidad encargada de recibir los fondos comunitarios destinados a Grecia entre el 2000 y el 2006. Al mismo tiempo, se ha acusado al comisario de Comercio, Peter Mandelson, de asistir a una fiesta de Fin de Año del cofundador de Microsoft Paul Allen. El problema no estriba en si se puede demostrar que estas amistades encubren un conflicto de intereses, sino en que la imagen de la Comisión ha quedado bajo sospecha, porque a las instituciones europeas les conviene la máxima de que no sólo han de ser virtuosas sino aparentarlo.

La crisis parece servida, y los socialistas exigirán las debidas responsabilidades en un tema que por descontado huele a prácticas corruptas y que cuestiona profundamente la credibilidad y trasparencia de las instituciones europeas.