Ayer fue el día de la Constitución. Una fecha que recuerda un hito excepcional en la historia de nuestro país. Cada día hay cosas que conmemorar. Días de comunidades autónomas, acuerdos internacionales sobre temas medioambientales, sociales, culturales y artísticos. Días para la infancia, la juventud, los mayores, discapacitados, etc. Los doce meses del año ofrecen motivos permanentes de celebración.

Todas las causas del mundo tienen su reflejo en el calendario y siempre habrá alguien dispuesto a recordarlas, por más humildes o minoritarias que sean sus pretensiones. En cualquier caso, no está de más señalar que todas las causas nobles encuentran abrigo en la Constitución. Incluso los ideales republicanos, federalistas o cualesquiera otros que sólo entiendan de paz.

Todo puede exponerse con respeto y adecuada moderación. Por cierto, la moderación no es una cualidad conservadora sino, en estos tiempos de crispación cainita que corren, más bien revolucionaria. Tal vez el concepto confunda al personal, pero el uso equilibrado del razonamiento político es carísimo de encontrar. La prudencia, que no la cobardía (como ya distinguía Aristóteles) es otro de los valores que cotizan muy bajo en la bolsa político-mediática de hoy. La gente tiende a la secta, a ver el mundo desde su trinchera sin mayor esfuerzo por entender a los demás. No es esa la lógica que transpira nuestra Constitución. Esta reinstauraba la fuerza de la palabra que es una fuerza de paz. Por eso el de ayer fue un día de todos y para todos. Un día de mil banderas trenzadas en un país plural y, por tanto, vigoroso y creativo.

La Constitución no es patrimonio de nadie porque lo es de todos. No convence plena y absolutamente a nadie porque si colmara todas las expectativas de unos sería a costa de ignorar las de los demás. La vida constitucional se construye orillando los cientos por cientos, rebajando los propósitos absolutos. Una obra coral que no admite protagonistas vanidosos ni espontáneos recelosos de papeles principales. Ese es el precio de la tolerancia mancomunada y dialogada entre partes contrarias. La alternativa sería el dogmatismo excluyente. O mejor dicho, sería algo parecido a lo que había antes de la Constitución.

No vayamos a olvidarlo, en su momento, todos debieron ceder algo para lograr un espacio de consenso compartido sobre el que sedimentar la convivencia. Tal vez unos se dejaron más pelos en la gatera que otros pero el resultado ahí está. Nunca conocimos tanto tiempo continuado de paz y libertad en España. Por eso cuesta entender la organización de manifestaciones contra los deseos del pueblo catalán. Su Parlament ha expresado mayoritariamente (un 90% del mismo) la voluntad de encajar en España de otra forma. Lo han dicho con palabras, acuerdos y procedimientos legales. Han ejercido artes de paz. Sólo otro parlamento (el español) puede y debe ejercer las mismas artes de paz para enmendar (concepto parlamentario incompatible con el estruendo de las bombas) y modificar lo modificable en favor de todos.

Fomentar el odio a Catalunya y el boicot a los productos catalanes es propio de insensatos cuyo afecto por la Constitución es nulo aunque se golpeen el pecho con ella. Consellers del Gobierno valenciano utilizan cada día Canal 9 para recrear fantasmas y odios entre comunidades vecinas. Cuán generosa es la democracia haciéndoles un hueco en las instituciones de paz que pagamos todos. En su rabiar olvidan que muchas materias primas que después devienen en productos de mercado catalanes tienen su origen aquí. El corcho de Eslida ha coronado durante años el cava catalán. O, cambiando la perspectiva, ¿querrían los azulejeros castellonenses renunciar a sus ventas al otro lado del Ebro? La crispación que promueven algunos no sólo mortifica la Constitución sino que amenaza con mutilar la economía. Ojo.

Portavoz del PSPV-PSOE en Benic ssim y diputado en les Corts Valencianes