Cataluña, al filo del psiquiátrico. Setenta y nueve minutos de nervios, cuatro de éxtasis y diez de gloria. Un partido extraño donde los haya con el peor Bar§a de la temporada que venció al mejor Arsenal europeo. La grandeza de este deporte. Dos detalles devuelven la normalidad, las cosas a su sitio, ganó el que tenía que ganar y se cumplió el guión.

Cataluña, tras el fracaso del tripartito, por los pelos, salvó el psiquiátrico. Luego, lo de siempre. Festejos a lo grande, euforia y sobre todo ganas de celebración colectiva.

Porque el fútbol es esto. Ya no es un deporte de 11 contra 11. Es televisión, publicidad y mucho dinero. El romanticismo del fútbol se reduce a desfiles quasi-militares. Un equipo de millonarios se pasea por la ciudad y el pueblo vasallo se lo agradece, le rinde pleitesía. Pasa en Barcelona, Madrid, Sevilla, Castellón o Vila-real. Y pasa porque la persona, el individuo, necesita compartir sentimientos y alegría.

El fútbol hace causa común cuando otras cuestiones que son de interés general hoy dividen a la sociedad. La política, la lengua, los conflictos bélicos, separan, no unen. El fútbol agrupa y puede llegar a concentrar hasta cien mil almas en un recinto.

Los futbolistas son los nuevos héroes porque la gente necesita ídolos y referentes que en algunos casos dan respuesta al sentido de sus vidas.

Cuando todo va bien, la afición se une, se enfunda camisetas, bufandas, gorras, etc. Si el equipo se hunde, no hay motivo de unión, porque miras a la cara del compañero y ves en ella frustración y fracaso. Y eso no lo quiere nadie.

Periodista