Dos meses después de las elecciones, y tras un enrevesado proceso en medio de la insurgencia retórica del candidato perdedor, el Tribunal Electoral rechazó las denuncias de fraude y proclamó ayer al conservador Felipe Calderón presidente electo de México, un jurista abierto al consenso que deberá actuar con suma cautela para mitigar la profunda fractura del país. Aunque el órgano judicial emitió algunas críticas contra el presidente en ejercicio, el también derechista Vicente Fox, el fallo inapelable debería clausurar un desgraciado periodo de incertidumbre electoral y alta tensión política que ha puesto a prueba la madurez de las instituciones federales, pero que ha subrayado la necesidad de las reformas paralizadas en el último sexenio presidencial.

Del turbulento proceso de desobediencia civil promovido por el derrotado candidato populista, Andrés Manuel López Obrador, la democracia mexicana sale malparada y necesitará un acuerdo parlamentario que restañe las heridas y siente las bases de unas reformas que garanticen un mejor funcionamiento del sistema político y la inaplazable modernización del país.

La mera continuidad sería una frustración y un riesgo grave. Puesto que el nuevo presidente cuenta con una mayoría relativa en el Congreso, la única vía reformista pasa por un acuerdo parlamentario en gestación con el PRI que, tras su cura de oposición, se muestra receptivo a los cambios.