El artífice de buena parte de las reformas introducidas en el Reino Unido es el escocés Anthony Charles Lynton Blair, el primer ministro laborista de más largo servicio en Gran Bretaña. El otrora carismático premier ha perdido su sempiterna sonrisa y aguarda a que caigan las hojas del calendario para retirarse con cierta dignidad en mayo del 2007, cuando cumpla 10 años en el poder. Entonces, afirma, dejará el cargo al secretario del Tesoro, el también escocés Gordon Brown y su más enconado rival en las filas del partido. Lejos queda la magia seductora de los primeros tiempos y aquella imagen de honestidad y transparencia. Hoy, sus propios correligionarios le apremian para que deje el camino expedito antes de cumplir su mágico decenio en el poder.

El problema de Blair es que engañó a demasiada gente al mismo tiempo, empezando por los sindicatos, a los que privó de su influencia en la elección de los líderes laboristas. Por lo demás, cambió el rostro del país con la devolución de poderes a Escocia, Gales e Irlanda del Norte, y avanzó las negociaciones con el IRA hasta lograr un irreversible alto el fuego. Sus críticos sostienen que ha desplegado un talento teatral para la autopromoción y que se ha dejado llevar en exceso por los sondeos. Pero ha sido la participación británica en la guerra del Irak y el fuerte compromiso político con Bush los que han dividido a la opinión pública británica y triturado el carisma del primer ministro.