El coleccionista es el título de una película dirigida en 1965 por William Wyler y protagonizada por Terence Stamp y Samantha Eggar. Cada tanto la reponen en televisión. Me viene a la memoria a propósito del caso de Natascha Kampusch, secuestrada por Wolfgang Priklopil. El nudo argumental de El coleccionista, la estrecha relación entre una joven secuestrada y su captor, se dibuja sobre un fondo de mariposas disecadas y justifica el nombre de la cinta. Con sus alas coloristas, las mariposas, atravesadas por un alfiler y ordenadas en urnas de cristal en el recinto donde el raptor encierra a la adolescente, simbolizan el trasfondo del tema central y abren una inquietante pregunta: ¿puede la belleza ser poseída por completo o, por el contrario, poseerla es aniquilarla, quitarle libertad, restarle vida?

Priklopil, un austriaco de 44 años, era delgado y de rostro agradable. Con su abundante cabellera negra, sus grandes ojos medio sorprendidos y su sonrisa un poco dolorida, aparece en las fotografías de la prensa como para darles la razón a los vecinos que habían comentado lo de siempre: "Parecía tan normal; nadie lo habría dicho".

En este caso, lo que nadie habría dicho es que Priklopil fue el secuestrador de una niña de 10 años a quien mantuvo 8 años más, media vida, encerrada en una pequeña habitación. Su perfil físico, un poco a lo Tony Perkins, no respondía al prototipo del malo en las películas de terror. Quienes lo conocieron no dudaban de que hubiera podido conseguir pareja. El problema estaba en su carácter. Según un excompañero de estudios, era tan exigente con las chicas que le era imposible encontrar una que le satisficiera. Las consideraba unas furcias o unas egoístas. Decía: "No voy a encontrar nunca una mujer que me apoye en todo lo que haga". A menos que consiguiera fabricarla a partir de la nada, pudo pensar. Tal vez fue eso lo que intentó. Nos referimos a él en pasado porque se suicidó cuando su prisionera logró escapar. Perderla, debió de ser para él como perder el sentido de la vida. Un sentido siniestro y patológico: el sentido que solo puede dar el poder absoluto.

Sin embargo, para Natascha estaba claro que el poder se inclinaba en su cautiverio hacia su propio lado. Algunos psicólogos han estimado como una variante del síndrome de Estocolmo el modo de pensar de esta joven por el que ella se consideraba ocupando la verdadera posición de dominio. La cuestión es delicada; el síndrome de Estocolmo se refiere al afecto que cobra el rehén para con su raptor. Es tan marcada la dependencia con respecto de él y sus decisiones, que el prisionero necesita valorar las características humanitarias y positivas del carcelero. En este caso, Natascha ha expresado sentimientos respecto de sí misma que podrían parecer paradójicos en una niña sometida a encierro forzoso; sentimientos de controlar la situación, de dominarla. Sentimientos de poder.

¿Quién era el poderoso y quién el débil? Si la niña, madurada en probeta a lo largo de su reclusión, no hubiera conseguido despojarse rápido del candor infantil, seguramente estaría muerta. Nunca habría escapado. Jamás habría reunido fuerzas para dar los primeros pasos en el resbaladizo terreno de un aislamiento del que pronto debió de advertir la principal particularidad: se la quería viva para poder gozar de su posesión incondicional.

Natascha tuvo que afinar su inteligencia para seguir con vida. Comprendió que el aliciente de su secuestrador era también la condición de su supervivencia: el ejercicio del poder. Si me necesita viva, él depende de mí aún más que yo de él, pudo haber pensado. Debieron así llegar las primeras peticiones de caprichos, la sorpresa de que le eran concedidos, la contrarréplica al despotismo del guardián, la intuición de un resquicio en la paranoia de Priklopil por donde desclavar el alfiler de la cautividad y empezar a volar.

PERO ESE vuelo hacia la libertad no implica que Natascha haya podido alcanzarla con su huida. Le va a ser difícil reconocerse libre y dar por superado el cautiverio. En él encontró fuerzas para formarse y escapar, y aunque no tendrá ya que vivir secuestrada, su condena pasa por admitir que algo en ella va a seguir encadenado a otro tipo de encierros y que nunca podrá ver el mundo como una niña de 18 años.

Tal vez se sienta prisionera de los medios de comunicación, ávidos de detalles de la reclusión y dispuestos a comprar las exclusivas; o de los psicólogos y psiquiatras, cuya profesionalidad puede no conseguir eliminarle la sensación de que se ha convertido en un caso clínico insólito y digno de estudio. Prisionera de una realidad de la que no se escapa. La realidad del mundo posesivo que nos ha tocado vivir.

Psicoanalista