La reunión en Finlandia de los líderes de la Unión Europea (UE) con el presidente de Rusia, Vladimir Putin, se asemejó bastante a un diálogo de sordos, en el que las partes expusieron sus objetivos sin llegar a ningún acuerdo sobre las cuestiones candentes de la energía y el respeto de los derechos humanos. Aprovechando las divergencias entre los europeos, ya explotadas por Boris Yeltsin, Putin se mostró conciliante en cuanto a los hidrocarburos e intratable en lo que concierne a la democracia en Rusia. El desorden, la xenofobia y la histeria nacionalista, que culminaron con el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya, o las relaciones coercitivas con los países surgidos del estallido de la URSS, quedaron fuera de discusión. Resumiendo el sentir de los poderosos y acomodaticios de la UE, el francés Jacques Chirac pidió sin ambages que no se confundan la moral y los negocios cuando se trata del Kremlin.

Por sus recursos energéticos y su peso geoestratégico, Rusia es el socio inevitable, pero desgraciadamente imprevisible, de la UE. Desde 1991, Occidente entra en componendas con el Kremlin en vez de adoptar una posición firme y coherente que consolide una genuina democracia y libere a Rusia de la persistente tentación oriental y despótica, única manera de lograr la seguridad jurídica, diplomática y energética que los europeos persiguen con tanto ahínco como escasa fortuna. La arrogancia de Putin en Finlandia confirma que Europa no halla el camino para una relación digna.