La secesión de la provincia serbia de Kosovo, para constituir un nuevo Estado en los Balcanes, constituye el último avatar del ciclo de violencia que culminó en 1999 con la intervención de la OTAN para proteger a los kosovares de la vesania represiva de Slobodam Milosevic, seguida por un protectorado de la ONU. Los festejos de Pristina también clausuran el largo y sangriento proceso poscomunista abierto en 1991 para la destrucción de Yugoslavia. En Belgrado, moderados y europeístas consideran que la amputación de un territorio que es la cuna de su nación constituye un castigo colectivo y, por tanto, injusto, sombrío legado del difunto Milosevic y el odio étnico.

A la inversa de lo ocurrido con la guerra de Irak, las potencias europeas asumen una pesada carga y una grave responsabilidad al seguir la iniciativa de Bush para apadrinar la secesión de Kosovo, a sabiendas de que, sin resolución de la ONU, no hay base legal para cercenar la integridad de Serbia, un bien tan relevante como la autodeterminación que invocan los kosovares. Por eso Rusia denuncia el acto "ilegal e inmoral", que "socava los cimientos de la seguridad europea". Bruselas espera que la ONU gestione la ambigüedad y facilite el despliegue de la misión europea que presidirá una transición de 120 días para evitar que el nuevo Estado caiga en poder de la red criminal y mafias del narcotráfico.