La renuncia de Fidel Castro a seguir en el poder, después de casi medio siglo ininterrumpido al frente de Cuba, abre algunas incógnitas, pero no tantas como para esperar que la isla inicie un proceso de transición hacia alguna forma de democracia pluripartidista a las primeras de cambio. El precipitado entusiasmo de Estados Unidos y la Unión Europea está lejos de responder a la realidad de un régimen político que, con Castro o sin él, está lejos de hacer agua. El partido, el Ejército y la burocracia garantizan la cohesión interna, la voluntad de resistencia y la eficacia institucional más allá de la modestísima capacidad de movilización de la oposición interna y de la prédica de los disidentes dentro y fuera de Cuba. Por no hablar del desprestigio que estigmatiza a la oposición exterior.

Pasadas la ensoñación revolucionaria y la defensa a ultranza del modelo, se puede imponer, eso sí, el realismo a que empujan las estrecheces agobiantes de una economía depauperada y una población condenada a la cartilla de racionamiento. Y, aunque no complazca a Occidente, la sucesión más que previsible en la persona de Raúl Castro no es incompatible con este realismo inaplazable. Puede incluso facilitarlo porque, siquiera por razones de edad, el hermano del comandante en jefe parece destinado a un liderazgo corto, pero suficiente para mantener esencialmente intacto el sistema de pesas y medidas del poder en Cuba y, al mismo tiempo, encabezar algunas reformas.