La Unión Europea (UE), que de manera azarosa superó la parálisis derivada del rechazo del proyecto de Constitución por Francia y Holanda, en los referendos del 2005, se halla de nuevo sumida en una profunda crisis. Cumpliendo los peores augurios, y siguiendo en parte la delirante campaña antieuropea de los periódicos del grupo de Murdoch, los irlandeses rechazaron el tratado de Lisboa, que debe ser ratificado por los 27 estados miembros, e infligieron una severa derrota a unos líderes europeos que no supieron prever el desastre. Sin un plan B, que sin duda hubiera aleccionado y guiado a los electores, la UE es víctima de una incongruencia y del avance imparable del euroescepticismo de la mano de la crisis económica que sacude todo el continente.

Si añadimos la inercia de la eurocracia bruselense ante los problemas concretos, como la subida en flecha de los precios de los carburantes, no resulta difícil entender la reacción de los irlandeses ante una opción democrática que la clase política, consciente del riesgo, había hurtado a los demás europeos. Las consecuencias van más allá del retraso en el calendario. Arreciarán las presiones sobre el Gobierno británico, siempre vacilante en las cuestiones europeas, y sobre el parlamento de Praga, el más proclive a seguir el camino irlandés. Ante los fallos reiterados en el proceso de la unificación política, se impone una reflexión para impedir el triunfo del euroescepticismo.