Las palabras de agradecimiento de Mariano Rajoy dedicadas a José María Aznar en el discurso de clausura del 16° congreso del PP no deben inducir a error: a partir de este momento, el equipo formado por el presidente del partido y él mismo serán objeto del escrutinio permanente por parte del sector más conservador y dogmático, momentáneo perdedor de la pugna que desencadenó la derrota electoral del 9 de marzo. La reivindicación del pasado hecha el sábado por Aznar y la incomodidad manifiesta de sus fieles en el cónclave de Valencia no permiten confiar en una tregua, más bien apuntan a una guerra de posiciones en la que la suerte de los populares en las próximas citas con las urnas será determinante para medir la capacidad de resistencia de Rajoy y los que le secundan.

El apoyo "por responsabilidad" de Aznar a Rajoy y la idea expresada por el expresidente de que el diálogo con los adversarios políticos --¿incluidos los nacionalistas -- debe seguir a la victoria electoral, y no precederla, impide suponer que pasó la tormenta. El recuerdo desde la tribuna a María San Gil y José Ortega Lara induce a no esperar días de bonanza. Y el disgusto del entorno de Esperanza Aguirre y su círculo político, que ha quedado fuera de la dirección nacional del partido, lleva a pensar que la etiología de la crisis popular no ha desaparecido.

Votos en blanco

Que en la votación del sábado de la candidatura de Rajoy el 16% fueran sufragios en blanco resulta tanto o más significativo que lo antedicho. No por el porcentaje en sí, sino porque pone de manifiesto que existe una corriente de fondo que considera que el precio que está dispuesto a pagar Rajoy para consumar el viaje al centro excede con mucho la revisión del programa a que está obligado el partido. Ya sea por el perfil ideológico de las personas, especialmente Alberto Ruiz-Gallardón, o por la propensión de estas a buscar zonas de coincidencia con los nacionalismos.

Si Rajoy fuese un recién llegado a la política, tantos recelos podrían explicarse en términos diferentes a los de un pulso por controlar el partido y promover un candidato con pedigrí a la presidencia del Gobierno en el año 2012. No es el caso de Rajoy. En la pasada legislatura agitó hasta el final las aguas de la crispación, y solo después de que las urnas le dieran la espalda, sometió su estrategia a revisión. Es decir, lo que alimenta la crisis en el PP, más que el debate ideológico es la necesidad de llegar al final de la legislatura con un candidato que parezca en situación de reconquistar el poder sin muchas hipotecas.

En este punto, el calendario juega a favor de la exasperación interior, y la reforma de los estatutos del PP, también. Gracias a ella, Rajoy se ha convertido automáticamente en candidato a presidir el Gobierno y, si en el próximo congreso, en el 2011, alguien quiere desbancarle, deberá luchar primero por la presidencia del partido. Este es el desafío: que el viaje al centro neutralice el fenómeno del voto contra el PP, presente el 9-M.