Todo los ruidos y entuertos respecto a la asignatura de Educación para la Ciudadanía tienen como trasfondo el debate sobre el laicismo y la laicidad.

Bienvenido sea el debate y empecemos por deshacer algún entuerto. En ocasiones, sus mismos defensores han propiciado una mala comprensión de la laicidad. En internet podemos encontrar un ejemplo. "Los laicos --dice-- somos quienes desde el ateísmo respetamos las creencias ajenas y exigimos que nos dejen exponer las nuestras". Pues no. No es eso. El laicismo no es un ateísmo moderado. Ni es anticlerical, ni agnóstico. En verdad, el laicismo no es una postura confesional, ni una posición antireligiosa. Por no ser no es ni una creencia personal, ni un estado de conciencia individual. En sentido estricto no hay personas laicas, como sí que hay, sin embargo, personas creyentes, agnósticas, o ateas. Son laicas las sociedades, no los individuos. Si alguna persona se define como laica lo será solo en sentido amplio o por extensión, en cuanto defiende una sociedad laica, pero no por tener una confesionalidad laica.

¿Y qué és, pues, una sociedad laica? Muy sencillo. Aquella que determina que el ámbito de lo común, colectivo y público no es propiedad de ninguna confesionalidad determinada. Que el ágora, la plaza pública de la legalidad y la ciudadanía no es de nadie porque es de todos y que, por tanto, ninguna religión puede erigirse en creencia monopolizadora de una verdad única y una referencia última. Es tan sencillo, tan elemental y saludable que hasta un niño lo puede entender. Todos tenemos derecho a no tener ninguna religión o a tener aquella que más sentido dé a nuestra vida, pero no tenemos ningún derecho a imponerla ni a que esta alcance rango de oficial, pública o estatal.

La laicidad reposa sobre tres valores esenciales: la libertad de conciencia, la igualdad de derechos en los que respeta a opciones religiosas y espirituales y la neutralidad del poder político. Esto es la gran revolución democrática que nos trae la modernidad ilustrada y que algunos, sobre todo algún obispo, aún no acaban de asumir. La democracia pone en crisis las referencias últimas, hace la ley y el bien cuestiones de las cuales nadie tiene la verdad última. La imagen de una sociedad como un solo cuerpo, un organismo compacto y completo ya no vale. En las sociedades democráticas hay una pluralidad de referencias de sentido, es una sociedad heterogénea, diversa y, por tanto, laica. El laicismo comporta la democracia. Una sociedad democrática es necesariamente una sociedad laica. No puede haber democracia sin laicismo. Y una persona, que se dice demócrata, necesariamente debe defender el laicismo. Son el haz y el envez, las dos caras de lo mismo.

El laicismo atempera, modera y calma las creencias religiosas particulares, les dice que hay otras con iguales derechos para expresarse y que en el terreno de lo civil y público han de caber todas. Podrán practicar sus ritos, desarrollar sus manifestaciones de fe, predicar su doctrina, buscar nuevos adeptos, eso sí, sin imponer, con moderación y respetando al otro, creyente o no, sin exclusiones, autos de fe o noches de San Bartolomé. Por eso, el laicismo ha actuado histórica y conceptualmente como el protector de las diferentes religiones. Las mismas religiones lo deberían propiciar y defender. Es el laicismo el que acaba con las guerras de religión europeas y protege a las religiones unas de otras para que entre sí se toleren y mutuamente no se agredan. La historia, tan terca ella, nos da múltiples ejemplos de lo que decimos.

La gran virtualidad del laicismo es crear un orden político al servicio de los ciudadanos desde su condición de ciudadanos, una condición que a todos nos iguala, no desde una confesión religiosa determinada o una óptica nacionalista, de clase o de género. El meollo de la política no está en alguna esencia colectiva nacional, ni en la afirmación de una fe, ni en la hegemonía de una nación o de un partido, sino en la adhesión a un ideal de civismo y convivencia que nos da la ciudadanía.

Por eso no nos gusta ni hace justicia a la revolución democrática de la modernidad hablar solo de estado aconfesional, no se trata de definirnos via negationis. El Estado laico es más activo y tiene especial fuerza y vigor en la construcción del espacio público definido por la ética y los derechos. Ahí estamos y eso quiere enseñar Educación para la ciudadanía. ¿Hay alguien a quien le interesa que no se entienda?

Catedrático de Filosofía del IES Penyagolosa