Hubo un tiempo en que la llamada Historia Sagrada impregnaba la vida cotidiana de niños y adolescentes. No solo porque se imponía en las escuelas, sino porque también formaba parte del entorno más inmediato, lúdico o eclesiástico. En los cromos de las chocolatinas o en el rigor de la Semana Santa estaban presentes escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento que sustentaban la doctrina católica, pero que, al mismo tiempo, ofrecían un bagaje de conocimiento que más tarde había de servir para descifrar buena parte del arte occidental y de la tradición judeo-cristiana en la que estamos ubicados. De esa intensa presión ideológica hemos pasado al relativismo laico, en una sociedad no confesional que pugna por ahuyentar cualquier atisbo de reminiscencia religiosa. En el camino, hemos perdido los detalles, las anécdotas, las referencias que dan sentido a la producción artística que se extiende desde los mosaicos bizantinos y el Giotto hasta Miquel Barceló, el pósito cultural en el que se sustenta buena parte del lenguaje popular, y unas señas de identidad que van más allá de las creencias de unos y otros y que se insertan en el marco de la civilización.

Detectado un problema que no tiene solución en menos que canta un gallo, convendría que las instituciones se plantearan alternativas que ayudaran a superar el calvario que significa para muchos jóvenes de hoy entrar en un museo y no saber por qué es tan importante no venderse por un plato de lentejas.