Pese a la violencia endémica, las bombas y la intimidación, casi la mitad de los 15 millones de electores afganos acudieron a las urnas en un esperanzador ejercicio democrático ensombrecido por la incertidumbre del resultado, las denuncias de fraude y las perspectivas de la continuación de la guerra.

El advenimiento de un sistema democrático en un país misérrimo, medieval y tribalizado no figura entre los pronósticos razonables. Las exorbitantes expectativas de unas elecciones con fuerte repercusión mediática no pueden cumplirse luego de que los insurgentes hayan mostrado su capacidad para extender el terror y la muerte. La situación en Afganistán plantea graves dilemas no solo para el presidente Barack Obama, sino también para la OTAN y su credibilidad como fuerza de intervención a escala global. Una segunda vuelta entre el presidente Karzai, representante de la etnia mayoritaria pastún, y Abdulá Abdulá, de la minoría tayika, provocaría una nueva guerra civil. Por eso resulta urgente que desde Occidente establezcan una salida que no implique la rendición, pero tampoco una guerra indefinida.