Se acerca la Navidad, en la que celebramos el nacimiento en la historia del hijo de Dios. Recordar esta obviedad, es hoy necesario ante la pérdida del sentido propio, originario y profundo de la Navidad. Los mismos cristianos nos dejamos con harta frecuencia contagiar por el ruido exterior y el consumismo de estos días, o por el silenciamiento cada vez mayor del sentido cristiano de la Navidad.

De otro lado, de modo consciente y diseñado, aumenta, cada vez con más fuerza, la voluntad de borrar el sentido cristiano de la Navidad excluyendo el belén y los villancicos de lugares públicos; se argumenta que son lugares laicos, interpretando la Constitución según el propio deseo de imponer a una sociedad plural, también a los católicos creyentes, el laicismo como religión de Estado. A esto se añade ahora el acuerdo --de momento aplazado-- de prohibir los crucifijos en la escuela, lo que impondría incluso a las escuelas católicas la obligación de esconder o negar su propia identidad. Son signos que, so capa de tolerancia ante el pluralismo religioso, muestran la cristofobia, que se promueve en España y en Europa y que contrasta con el trato exquisito de otras religiones.

Ante esta situación, los cristianos hemos de recuperar y fortalecer la celebración cristiana de la Navidad. Personal, familiar y comunitariamente hemos de centrar nuestra celebración en el misterio que nos recuerda el Belén, y evitar todo derroche, todo dispendio y tantos otros excesos neopaganos. En Navidad nace Jesús en Belén. El Niño que nace es el hijo de Dios. Dios se hace hombre y viene a habitar entre nosotros. Dios se humilla para que podamos acercarnos a él. La venida del Señor no es un hecho del pasado sino del presente. Pero será así solo si dejamos que Dios llegue a nosotros. Cristo nace para que renazcamos a la vida de Dios.