El Gobierno de España está decidido a continuar en su lucha radical contra la corrupción y el fraude. Tal vez esto les parezca mal a algunos. No dudo de que los hay que preferirían que el Estado no se metiera en sus asuntos ni en el de sus amigos; que desearían que la sociedad mirara hacia otro lado y les dejara seguir con sus “cosas” y las “cosas” de sus amigos. Pero, lamentablemente para ellos y afortunadamente para la sociedad y la democracia, vivimos en un Estado de derecho en el que nadie está por encima de la ley, en el que la ley debe ser cumplida y en el que no es admisible ni el abuso de poder, ni el enriquecimiento ilícito a costa del bien público.

Por eso, esta semana el Gobierno ha recuperado para las arcas públicas 260 millones de euros procedentes de 300 contribuyentes que tenían cuentas opacas en Suiza, en el mayor golpe contra el fraude fiscal que se ha registrado en España. Esto se suma a los 42.000 millones recaudados mediante actuaciones de control y prevención del fraude desde el 2005. Para que se hagan una idea de lo que supone esta cantidad, con ese dinero se podrían edificar 28.000 escuelas infantiles como las construidas con el Plan E en Castellón; o 1.500 polideportivos como el recientemente inaugurado en Burriana; o 5.600 kilómetros del TRAM, al coste declarado por la Generalitat. En definitiva, son más de siete billones (con b) de las antiguas pesetas.

La determinación del Gobierno de Rodríguez Zapatero es total en su voluntad de hacer de la española una sociedad más justa y más transparente, en la que los espacios de impunidad para quienes pretendan defraudar a la sociedad se achiquen. Ese compromiso es consustancial con las políticas de progreso. Porque una sociedad se hace mejor, más fuerte, más democrática cuanto más y mejor combate el fraude y la corrupción. Ya en 1995, el último gobierno de Felipe González creó la Fiscalía Especial para la Represión de los Delitos Económicos relacionados con la Corrupción, la conocida como Fiscalía anticorrupción. Once años después, en abril de 2006, el Gobierno creó la Fiscalía de Medio Ambiente y Urbanismo y una unidad especializada de la Guardia Civil contra la corrupción urbanística. Seguro que no es casual que en ambos casos hayan sido gobiernos socialistas los que hayan impulsado la creación de esos instrumentos tan determinantes en la lucha contra los corruptos.

Miren, en el 2005, una década después de su creación y tras ocho años de Aznar en el Gobierno, había 10 fiscales anticorrupción. Hoy son 30 los que integran esa Fiscalía especial. Además, desde 2006 se ha dotado a la justicia de 50 nuevos fiscales dedicados en exclusiva a perseguir los delitos medioambientales y urbanísticos. A ello hay que añadir la ampliación de tipos penales y el endurecimiento del Código Penal con los delitos de corrupción y las modificaciones en las leyes de Montes y del Suelo.

La administración de justicia española tiene hoy más instrumentos que nunca para perseguir, enjuiciar y condenar a defraudadores y corruptos. Algunos llaman a esto conspiración del Estado (el Gobierno, la fiscalía, la judicatura y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad) contra ellos. Es la estrategia del calamar. Una sociedad decente no puede consentir la burla de unos pocos contra el esfuerzo y el trabajo honrados de la inmensa mayoría; no puede permanecer con los brazos cruzados ante el cinismo impúdico de quienes pretenden corromper el sistema de garantías legales y de valores democráticos de nuestra sociedad.

Huguette Labelle, presidenta de Transparencia Internacional, una organización no gubernamental de implantación mundial que trabaja para crear conciencia cívica sobre los efectos nocivos de la corrupción en el mundo, decía: “Permitir que persista la corrupción es inaceptable; son demasiadas las personas pobres y vulnerables que continúan sufriendo sus consecuencias en todo el mundo. Debemos asegurar una implementación más rigurosa de las normas y reglas existentes y evitar que existan refugios donde los corruptos puedan esconderse u ocultar sus fondos”. Pues eso. H