Estamos instalados en la temporalidad sin apercibirnos de lo efímero de la vida. “Sic transit gloria mundi”, dice una sentencia latina: Así pasa la gloria del mundo, una reflexión clara sobre la brevedad de la existencia, que ya nos recordaba Hipócrates en su célebre “Ars longa, vita brevis”, el arte/la ciencia es duradera, pero la vida es corta. ¿Qué son cien años para la historia de la humanidad? Nada, pero mucho para el ser humano individual, a quien, sin embargo, puede resultarle breve según el empleo que de su tiempo haga.

Cuando uno entra en el camino incierto de la vejez suele haber visto muchas cosas: la gloria, el dolor, el fracaso… Y todo efímero, nada estable, salvo los valores supremos. Momentos fugaces de felicidad y gloria. Esas, entre otras, son las tesis del posmodernismo, del “todo vale”, del “vive hoy”, del presentismo, del relativismo, en definitiva. Hoy los cambios se producen con una velocidad inasible, a veces. Y creemos que estamos instalados en el “para siempre”, cuando en realidad son solo instantes comparados con la vida del universo o, incluso, con la del individuo. Esos momentos de gloria que experimentamos se tornan muy pronto desencanto o recuerdo nostálgico. Caen torres, cargos, honores y distinciones, que otros retoman con la misma fruición y el mismo signo de caducidad. “Donde estás, estuve yo”, leí en una inscripción funeraria de un pequeño cementerio; “como me ves, te verás”, proseguía el ripioso verso. Pero, su contenido era firme y cierto. ¡Aviso para navegantes!

Es, como diría Lipovetsky –de quien hemos tomado el título de esta columna-, el “imperio de lo efímero”. Pero, que no cunda la desazón: todavía nos quedan muchas cosas estables y duraderas, valores que practicar, cosas de buen hacer y tiempo que podemos alargar haciendo el bien a la ciudadanía. Todavía hay campos yermos donde sembrar la ilusión y personas en las que confiar. Seguramente, con la linterna de Diógenes, descubriríamos a más de una. H