El pasado día 5 de enero, en una de sus primeras reuniones, el Consejo Ministros presidido por Mariano Rajoy recibió un informe del ministro de Hacienda y Administraciones Públicas sobre la situación del sector público empresarial en España. El ministro Cristóbal Montoro aconseja reestructurar el sector empresarial del Estado, de las comunidades autónomas y de las entidades locales, como una de las principales medidas para conseguir el control del déficit público, que es el objetivo prioritario actual para el Gobierno del Partido Popular.

En la misma línea están trabajando todas las comunidades autónomas y así, el Gobierno valenciano ha dictado en septiembre pasado un decreto ley de Medidas Urgentes de Régimen Económico-financiero del Sector Público Empresarial y Fundacional, y las Corts Valencianes han aprobado en su Ley de acompañamiento, medidas de reestructuración del sector público. Ante la urgencia, porte y generalización de las medidas propuestas, nos preguntamos: ¿por qué es ahora tan importante y apremiante reducir el sector empresarial público?

Muchas entidades empresariales carecen de justificación porque cuestan demasiado en relación con lo que aportan. No debe sorprendernos demasiado porque estas personificaciones nacen con la finalidad de flexibilizar la actuación pública. Son entidades que cuentan con un régimen especial, o incluso a la carta, concebido para agilizar sus contratos, normas especiales para sus directivos y personal y autonomía en la gestión de sus ingresos. En dos palabras (no repetiré las del famoso torero): “menos control” de la actuación pública cuando se encauza a través de estas entidades.

Este fenómeno, conocido como “descentralización funcional”, surge como reacción ante la lentitud del aparato burocrático de la administración en la prestación de servicios. Es cierto que la intervención del aparato administrativo conlleva una cierta parsimonia porque está presidida por el principio de “desconfianza hacia el gestor” que exige justificar previamente cualquier actuación proyectada, y desarrollarla con las garantías previstas en el derecho administrativo, y con la previa fiscalización presupuestaria de los actos con contenido económico. Para combatir esa demora en la prestación, a partir de los años 50 se generaliza la “huida del derecho administrativo” a través de sociedades y fundaciones que eliminan o reducen notablemente la fiscalización previa. Pero en muchos casos estas entidades han sido un mero capricho de los dirigentes, una fórmula para liberarse de enojosos trámites.

La visión alicorta que equipara controles con falta de eficacia ya no es válida en tiempos de crisis, cuando los abusos son menos tolerados y más reprobables. No tengo claro que “la crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos” pero sí debemos aprovechar su parte buena. Nos obliga a pensar en clave de austeridad, eficacia y eficiencia, sin apriorismos ni dogmas y darnos cuenta de que la reducción de controles no ha derivado en eficacia en muchísimas ocasiones. Por ello parece necesario y urgente adoptar las medidas propuestas en el informe ministerial: hay que volver a evaluar estas estructuras satélites para eliminar las innecesarias y sujetar a mayor control las supervivientes. Se propone actualizar la normativa, lo que exigirá análisis más rigurosos para definir la mejor fórmula de prestación de un servicio, con prevalencia de la gestión directa, sometida al “derecho administrativo y control presupuestario, en todas aquellas actividades en las que su naturaleza lo permita sin menoscabo de la necesaria agilidad y eficiencia”.

Aun faltan otras medidas para garantizar la eficacia de la actuación de nuestras administraciones: resolver la duplicación y triplicación de entes ejerciendo por su cuenta las mismas competencias, potenciar la agrupación voluntaria de entidades, el desarrollo de los consorcios… es tiempo de actualizar nuestro sector público, que debe ser eficaz porque así lo impone nuestra Constitución. Y por necesidad. H