La cumbre del G-8 rompió de forma clara la ortodoxia defendida por Angela Merkel, que ha dominado desde el inicio de la crisis y que ve en la austeridad el único remedio a todos los males. Al considerar imperativa la aplicación de medidas para impulsar el crecimiento y crear empleo, los líderes de las economías más importantes del mundo se han desmarcado del rigor alemán. La amplia sintonía entre Barack Obama y François Hollande sobre la forma de afrontar la crisis en Europa ha encontrado el apoyo del resto de países del G-8.

Esta, sin embargo, no ha sido la única desautorización a Merkel. Tras la sugerencia hecha por la cancillera de que los griegos sometan a referendo su permanencia en el euro, el G-8 ha manifestado la conveniencia de que ese país siga en la eurozona.

A diferencia de las otras cumbres del G-8, esta se ha centrado casi exclusivamente en Europa, lo que revela el temor a la inestabilidad financiera, al peligro de un efecto contagio más allá de la zona euro y a los efectos desconocidos de un abandono de Grecia. La capacidad del G-8 para tomar medidas es escasa, pero en las actuales circunstancias su defensa del crecimiento, de la consolidación fiscal y de la permanencia de Grecia en el euro adquieren una gran relevancia.