Andan las cosas revueltas en la universidad española. Esta vez se ha tocado, al proponer un aumento de las tasas universitarias y endurecer el régimen de los becarios, el bolsillo de los estudiantes, mejor dicho, el de sus padres, y esa decisión tiene un coste político, la tome quien la tome.

Una perspectiva esencial para analizar este tema con prudencia y sensatez no ha sido abordada, o al menos no ha sido suficientemente razonada. A mí, que fui becario en el bachillerato (1961-1971) y en la universidad (1972-1977) del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), con obligación de sacar media de notable en junio en cada curso si quería mantener la beca, lo que siempre conseguí, a costa naturalmente de estudiar muchas horas, no me parece mal que el nivel de exigencia de los becarios se eleve.

No olviden quienes lean este escrito y sean becarios que ser becario en la universidad es un motivo de orgullo, si gracias a la beca se ha tenido éxito, es decir, se ha logrado la meta para la que se concedió. Lo compruebo cada vez que tengo que hacer uso de mi currículum internacionalmente, lo que sucede frecuentemente, porque siempre esta condición mía ha sido bien valorada. He tenido luego como profesor becas alemanas, italianas, norteamericanas y, por supuesto, españolas, y para todas guardo respeto y reconocimiento. Soy becario de la institución de apoyo a la ciencia más importante del mundo, la Fundación alemana Alexander von Humboldt, y eso, créanme, imprime carácter.

Lo que me parece mal y me sorprende es, como mínimo, el desprecio que se hace a los menos adinerados al considerar en este tema la situación de los ricos que no necesitan recurrir a becas y que sin embargo no cumplen en la universidad con sus obligaciones. Me duele asistir a tamaña vulneración del principio de igualdad, porque si es cierto que un estudiante rico paga solo el 20%, o quizás menos, de lo que cuesta estudiar en la universidad, al rico que no cumple le estoy pagando yo el 80% restante de su carrera, le está pagando usted querido lector también, y eso es inadmisible en el siguiente doble sentido:

Primero porque las matemáticas, siempre difíciles y complejas, no engañan en cuanto a sus operaciones ni a sus resultados. Dado que ningún estudiante paga lo que cuesta un curso en la universidad, la cantidad que paga realmente, mínima obviamente, bien porque puede hacerlo bien porque disfruta de una beca, no cubre en ningún caso la cantidad que no paga, que debe ser atendida con criterios políticos y sociales, es decir, vía impuestos de todos los ciudadanos. Por tanto, es falso que el español pague la universidad a los pobres, la paga a todos, ricos y pobres, en tanto en cuanto corre a su costa el resto que no paga el estudiante, sea rico o pobre, hoy una cantidad elevadísima.

Segundo porque si se penaliza al pobre que no cumple, a quien le pagamos el 80% de su carrera (el otro 20% es la beca), también debe tratarse al rico del mismo modo en idéntica situación, porque igualmente le estamos pagando el 80% de su carrera. Una discriminación igual a sancionar únicamente al estudiante pobre incumplidor es inadmisible en nuestra sociedad hoy, se contemple el problema con perspectiva ideológica de derecha, de centro o de izquierda, porque el sistema no tolera en ningún caso semejante ataque a la igualdad y obliga a todos los poderes públicos a evitarlo.

¿O es que tener dinero también es una patente de corso en la universidad? Mal vamos si nos fijamos solo en los becarios. Mucho mejor iríamos si, respecto al 80% que pagamos todos los españoles para que estudien nuestros hijos en la universidad, el tratamiento jurídico fuera igual para todos. Al fin y a la postre, eso es lo que debe decir y dice el artículo 14 de nuestra querida Constitución aplicado a esta realidad.

Independientemente de que el estudiante deba saber que existe un régimen de permanencia en la universidad, y que las tasas se van a ir incrementando conforme se vayan perdiendo oportunidades de aprobar las asignaturas de la carrera, lo cierto es que la desigualdad en cuanto a las oportunidades que tiene el pobre y las que tiene el rico es lacerante.

Las protestas estudiantiles, siempre legítimas dentro de los límites de tolerancia que nuestra sociedad hoy se ha autoimpuesto, deberían fijarse en esta cuestión. Defender únicamente las exigencias de los becarios es en el fondo favorecer la discriminación, porque al luchar solo por ellos se deja vía libre al verdadero incumplidor (si atendemos a las estadísticas), al rico, que observa sonriente cómo, al no ser objeto de atención, ni su estatus universitario, ni su quizás llamativa antigüedad en las actas de examen, están en peligro.

Propongo por ello que el rico que no apruebe los cursos universitarios en los mismos términos que los becarios, sea tratado igual que éstos. H