La final de la Copa del Rey que el viernes disputarán en Madrid el Barça y el Athletic de Bilbao está siendo contemplada con antipatía desde la capital de España desde hace semanas. Si al principio la animadversión no trascendió del plano teóricamente deportivo, Esperanza Aguirre tiñó ayer la cita con la peor cara de la política, la de la exacerbación de tensiones y la irresponsabilidad. No de otra forma cabe considerar su petición de que el partido se suspenda y se celebre otro día a puerta cerrada si el himno de España recibe silbidos de las gradas del Vicente Calderón en los actos preliminares.

Aun dando por probable que una parte del público quizá proceda de esta forma irrespetuosa, promover como represalia la no celebración del partido es impropio de una dirigente que no puede ignorar que los problemas -de seguridad y logísticos- que originaría esa decisión radical serían infinitamente mayores que los del presunto ultraje a un símbolo. La tosquedad de la presidenta de la Comunidad de Madrid es tal que otros dirigentes del PP han rechazado su plan B. Aguirre, en horas bajas por el déficit que está aflorando en la región que gobierna y por el inmenso lío de Bankia, ha optado por envolverse en la bandera española y regalar los oídos de la derecha-derecha a costa de un partido de fútbol.