Cuando el ciudadano de a pie, lego en Derecho y desconocedor de la Ciencia Jurídica, tiene la oportunidad de pronunciarse sobre las bondades y miserias de nuestro sistema judicial, una de sus principales quejas se centra en la lentitud con la que nuestro Ordenamiento da solución al problema de los desahucios, supuestos en los que el inquilino deja de cumplir sus obligaciones, impidiendo, a su vez, que el arrendador pueda recuperar el inmueble de su propiedad.

Estando dicha problemática muy presente en la conciencia de la ciudadanía, el tratamiento jurídico del desahucio, y su procedimiento civil, fue objeto de modificación y renovación a través de la Ley 37/2011, de 10 de octubre, llamada de medidas de agilización procesal, norma aprobada por las Cortes Generales, como bien proclama su nombre, al objeto de dotar a determinados procedimientos judiciales de una mayor celeridad en su resolución, buscando con ello un sistema más eficaz. Sabemos que una justicia lenta mal puede llamarse justicia.

La principal novedad que esta norma trajo en sede de arrendamientos consistió, básicamente, en el casamiento de los rasgos propios del proceso monitorio --bien implantado en nuestro sistema legal tras la modificación de nuestra Ley de Ritos civil llevada a cabo a principios del año 2000-- al procedimiento de desahucio, eliminando de esta manera trámites e hitos forenses en determinados supuestos.

Aquellos que por nuestra dedicación diaria, letrados y otros profesionales del Derecho, hemos seguido en cierta forma la implantación y evolución de estas medidas en el marco de la figura del arrendamiento, nos creemos con la legitimación de realizar, con todas las limitaciones y salvedades que tan corta vigencia de la norma puede permitir, un humilde análisis crítico al respecto.

Por un lado, parece, cuanto menos, irreprochable que las nuevas medidas han cumplido con la finalidad de suprimir trámites procesales en aquellos casos en los que el arrendatario, ante la perspectiva de la reclamación judicial planteada por el arrendador y siendo consciente de sus limitadas posibilidades de defensa por el evidente incumplimiento de sus obligaciones, se aquieta ante la demanda, absteniéndose de formular oposición. En estos casos, la ley prevé que, sin necesidad de celebrar juicio --he aquí la asimilación al procedimiento monitorio--, se acuerde y lleve a cabo el lanzamiento del inquilino incumplidor.

Obviar la celebración de juicio en dichos supuestos es, sin duda, un considerable avance respecto del régimen normativo anterior, dado que estas vistas normalmente adolecían de un carácter insustancial, sin ningún contenido material, suponiendo, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo tanto para el propio demandante, que por la idiosincrasia del procedimiento se veía obligado a comparecer personalmente al acto aunque luego su participación fuera nula, como, por supuesto, para el propio juzgado.

Hay, sin embargo, una cuestión jurídica que no queda resuelta en nuestra normativa y a la que la doctrina de nuestros Tribunales debe dar solución: Siendo la naturaleza jurídica del arrendamiento la de un contrato, el Derecho prevé la posibilidad de que en caso de que una de las partes del mismo incumpla las obligaciones asumidas --en este caso el arrendatario-- la parte cumplidora pueda resolverlo --el arrendador--. Si las partes están conformes con dicha resolución, el contrato quedará sin efecto; pero si, por el contrario, no ocurre así, debe ser un juzgado quien, a través de una sentencia, declare resuelto dicho vínculo jurídico. Si de acuerdo con el régimen legal del desahucio nacido tras la aprobación de la referida ley de 10 de octubre éste podría llevarse a cabo sin la celebración de juicio y sin dictarse sentencia, ¿cómo puede sostenerse jurídicamente que el contrato de arrendamiento habría quedado resuelto sin un pronunciamiento judicial expreso --una sentencia-- a tal efecto?

La polémica jurídica está servida, y atentos estaremos a las soluciones que el Derecho pueda ofrecer al respecto. H