Andaba por los Madriles, haciendo como el que estudiaba y un día, en una tasca fantástica, a la par que económica, y echando un pito ante un chato de vino, escuché la conversación de varios taxistas. Uno de ellos contaba cómo correspondió al mítico: “¡Taxista tenías que ser!” de otro conductor, con una mención a la poca honestidad de su santa madre, seguida del adjetivo “esférico”. Es decir, que se le mirase por donde se le mirase, era lo que “le había dicho antes”. Varios años más tarde, cogí un taxi en la Castellana de Madrid. Estando parados en un semáforo, el conductor de atrás, fiel a la definición de milésima de segundo, nos pegó un bocinazo prolongado al encenderse la luz verde. Nos adelantó de malas maneras mientras nos hacía un gesto con su mano, levantando el índice y el meñique. En el siguiente semáforo, nos paramos en paralelo a su lado y mi taxista, echó mano a algo que llevaba en la guantera y le enseñó un bocadillo envuelto en papel de plata, lo que dejó desconcertado al conductor de claxon fácil. Esta operación, se repitió en un par de semáforos más, hasta que el conductor más enfadado aún, le preguntó qué hacía y el taxista le dijo: -“¡Cada uno enseña lo que le pone su mujer!”.

Julián, madrileño castizo, y taxista retirado, me contó que una vez se subieron dos yuppies escandalosamente jóvenes a su taxi y Julián les preguntó: --¿Dónde os llevo?”. Se ve que el tuteo no les sentó bien y uno de ellos le dijo: --“¡Hábleme de Ud.!”. Julián, como si fuese Manolo Morán cuando interpretaba a un taxista, comenzó a contarle su vida desde su más tierna infancia. Confundidos le dijeron que de qué hablaba, a lo que Julián contestó: “¿No me ha dicho que le hable de mí…?” H