Querido lector, la semana pasada acompañé a un familiar al Hospital de La Plana, en Vila-real, para que sufriera una pequeña intervención quirúrgica. Aunque, reconozco, que en este artículo hubiera podido decir que acompañé a un familiar a que le solucionaran un problema de salud. Pero, si en vez de verlo como solución y con optimismo lo presento casi como problema y hablo de sufrir, es porque a pesar de que te dan todas las garantías del mundo y de que sabíamos que era algo rápido y sin trascendencia, sin hospitalización posterior, uno llega a la conclusión, por lo que ve y siente, que el encuentro con un bisturí siempre es algo que rompe la posibilidad de relajarte y, se quiera o no, te transporta al mundo de la intranquilidad. Encima, y siempre según mi experiencia y carácter, todo esto no solo lo soporta el enfermo. En mi caso, al menos, y eso que no era el paciente sino el transportista, acompañante, animador, etc., reconozco que el simple y puro hospital, con sus olores, sus colores, enfermos que pasean en pijama y con gotero, etc., me reviven la posibilidad de la enfermedad y del dolor y me provocan un cierto desasosiego.

Bueno, pues, en este ambiente y estado de ánimo me senté en la sala de espera junto a todos los enfermos y acompañantes que habían sido convocados para ese día. Algo que, al llegar antes que comenzara la consulta, me permitió en cuatro casos, ver como cambia el rostro al entrar y al salir. Cuando los llamaba la enfermera la cara asumía una especie de tensa sonrisa, sincera o forzada, no lo se, pero en todo caso expresaba una mezcla de “aquí no pasa nada” y “estoy atemorizado/a, preocupado/a o algo parecido”. En todo caso, lejos de la paz y la serenidad. Después, al salir, el asunto cambiaba: el rostro se había relajado, la satisfacción se notaba y, aunque suene raro, los comentarios de los afectados lejos de hablar de la solvencia o pericia del médico, de la tecnología empleada, de las grandes posibilidades que ofrece un centro de esas dimensiones con sus amplios equipos, etc., solo se referían a lo bien que los habían tratado, a la simpatía y la sensibilidad del personal sanitario, a las palabras de afecto y protección que les habían ofrecido, etc. Incluso, más aún, la única persona que salió del box de cirugía con cierto disgusto o descontento, no fue por la intervención quirúrgica sino porque al decirle a la cirujana que le hiciera la mínima cicatriz posible y así aún podría lucir el bikini, ésta le respondió en plan exabrupto, sin la cortesía que en esos momentos se merece y necesita la frágil sensibilidad del enfermo.

En cualquier caso, la experiencia hospitalaria comentada no cayó en saco roto, al vivirla sin ninguna clase de premeditación, se me despertaron viejos recuerdos de mi época de emigrante en París: en aquel país, Francia, y en aquel tiempo, aunque teníamos la oportunidad de elegir médico, los españoles, al menos, preferían un facultativo con fama de simpático, humano, agradable, dispuesto a visitarte a domicilio, etc., antes que un médico con reputación de solvencia profesional pero con mal carácter o poco agradable.

Querido lector, vivimos momentos difíciles. La crisis económica es aprovechada por los partidarios de la ideología neoliberal, por los conservadores en el poder de casi todas las instituciones de la UE y los estados miembros, para reducir el Estado de bienestar y, entre otros, servicios públicos tan esenciales como la sanidad. Es evidente, pues, que políticas que traspasan hospitales de la red pública a la privada, obligan al repago de los medicamentos, reducen la cartera de servicios, etc., solo deben sentir el rechazo social. Entre otros motivos porque no mejoran la situación económica y sí representan un retroceso de más de 30 años en la calidad del servicio. Pero, al tiempo que dejamos constancia de que con la sanidad no se puede jugar, debemos exigir una sanidad humanizada. Al fin y al cabo, y se demostró una vez más el otro día en el Hospital de La Plana, el enfermo solo es un ser humano frágil y asustado que busca comprensión, afecto y protección. H