Querido lector, el PP de la Comunitat Valenciana ha vuelto a hacer una de las suyas. Tenía un acuerdo firmado con el conjunto de las fuerzas políticas valencianas para reformar el Estatut d’Autonomia y mejorar la financiación, pero el día del debate en el Congreso de los Diputados, por su cuenta y riesgo, retiró el punto, e imposibilitó la imprescindible mejora que necesitamos los valencianos. Por cierto, no crean que esto fue un accidente casual, ¡No! A pesar de que Alberto Fabra era consciente de que la reforma representa 500 millones de euros al año en inversiones adicionales, a pesar de que es un acto de justicia que nos hace iguales a otras autonomías, como Rajoy y Madrid le dijeron que estaban en contra, se olvida de su condición de president, traiciona al conjunto de fuerzas políticas valencianas, sitúa los intereses de partido por delante de las necesidades de los ciudadanos y retira el asunto.

Querido lector, esta circunstancia me ha hecho recordar que muchos fuimos los valencianos que la lucha contra la dictadura defendimos la consecución de la autonomía política de la Comunitat como una parte esencial de la democracia. Tanto fue así que en todas las reivindicaciones callejeras y programáticas la idea del Estatut aparecía junto a las de libertad y amnistía. Al final, y después de mucho esfuerzo se consiguió que, en el marco de la Constitución, la Comunitat tuviera las competencias plenas y las instituciones de autogobierno que nos permiten defender nuestra identidad y decidir nuestro futuro.

Querido lector, en un primer momento, en la época del PSPV-PSOE y Lerma, y a pesar de los errores y de que la financiación tampoco era la adecuada, aquello funcionó: se edificó el sistema autonómico y se promocionaron políticas que crearon riqueza, distribuyeron la renta en forma de servicios (educación, sanidad... etc.) y permitieron el avance social. Hoy, en cambio, 20 años después de ver al PP de la Comunitat Valenciana instalado en el Consell, la realidad pinta drama y frustración: la gestión es un vergonzoso desastre, el autogobierno y su utilidad se diluyen, nuestro camino lo marca Montoro, el ministro de Hacienda, la identidad cultural se olvida y, encima, todo huele a corrupción. Aunque dicho sea de paso, nada se acabó. Aún queda la esperanza del poeta. Aquella que cantaba Paco Ibáñez, la de galopar hasta echarlos en el mar y, el día siguiente, a pesar de ser humildes guijarros, volver a empezar a rodar con la ilusión del que comienza algo nuevo. H

*Experto en extranjería