Los efectos de la crisis han hecho mella en el Estado del bienestar y han provocado que sus cimientos se agrieten de tal manera que se vislumbra el peligro de que el progreso material e intelectual adquirido por nuestra sociedad se tambalee.

En primer lugar habría que evaluar la educación, piedra angular del entramado comunitario que marca la posibilidad de un futuro basado en la equidad y la igualdad de oportunidades. Es aquí donde los recortes se notan de manera más específica, con un aumento de las diferencias entre estratos sociales, como así ha dejado claro el reciente informe PISA. Un notable descenso en las inversiones, la supresión de la sexta hora y de los avances tecnológicos, el aumento de la ratio de alumnos por aula, la disminución del sueldo del profesorado y la falta, entre otros factores, de un reciclaje externo, en combinación con una ley -la LOMCE- que consagra el unitarismo y la desigualdad y que pone en duda las bondades de la inmersión lingüística, han abocado a la enseñanza pública a una situación delicada que ha generado múltiples críticas y movilizaciones. Hablamos de un sector clave que no puede sufrir más recortes a riesgo de hipotecar a toda una generación. La educación es un asunto demasiado importante para no prestarle una atención capital.