La conjunción de un país azotado por el paro; una subida de tasas universitarias y el progresivo endurecimiento para acceder a las becas tiene una consecuencia lógica: cada vez son más los jóvenes que se ven forzados a buscar trabajo para poderse pagar los estudios, un hecho que se refuerza en verano con el aumento de ofertas de empleo en los sectores vinculados al turismo y la restauración. La guinda del pastel es que España tiene una tasa de paro juvenil por encima del 55%, por lo que primero hay que encontrar el trabajo y, segundo, es muy probable que este empleo sea precario.

Combinar trabajo y estudios no tiene por qué ser un fenómeno negativo; de hecho es habitual en la Europa más desarrollada. El problema es cuando los sistemas de equidad fallan, como sucede aquí, y la salida al mercado laboral no es ordenada, ni voluntaria ni coordinada con el mundo universitario. Buscar trabajo porque la economía familiar se ha derrumbado y no hay otro remedio para seguir formándose (con el coste que supone esta presión económica sobre el rendimiento académicos) es un fardo que ahoga los proyectos de miles de jóvenes. No se trata solo de mejorar la política de becas (que también); urge buscar fórmulas para que nadie se quede en la cuneta académica por motivos económicos.