La crisis económica, que a veces se da por finiquitada, ha dejado cicatrices en forma de una cronificación de la pobreza que es consecuencia de la precariedad laboral, de la falta de un empleo fijo que permita unos ingresos adecuados y de la progresiva pérdida de calidad de vida de una gran parte de la población, reflejada por unas cifras ciertamente inquietantes. Por eso, más que de cicatrices convendría hablar de heridas abiertas. Casi un tercio de la población española no puede acceder a sus necesidades básicas y más de 1.400.000 hogares tienen a todos sus miembros en el paro. Además, se da la circunstancia de que, a pesar de la bondad recurrente en los últimos meses de las cifras macroeconómicas, ya no es posible relacionar sin más que el hecho de tener trabajo equivale a no sufrir la pobreza. La proliferación de contratos temporales y precarios entre los jóvenes o el paro de larga duración en las franjas de mayor edad inducen a una desigualdad creciente. En muchos casos se da el dilema dramático de tener que escoger entre pagar la hipoteca o comer -en condiciones de nutrición mínimamente dignas-, lo que se traduce en la llamada pobreza alimentaria, suplida por entidades como el Banco de los Alimentos.

Además, y según estudios como el de la OCDE, es en la primera infancia y la adolescencia cuando la malnutrición corre el riesgo de llegar a convertirse en una lacra perenne, de por vida. Mientras, los datos sobre el desecho de alimentos convierten en más lacerante aún el citado problema.