Diría que la duda goza de bastante desprestigio. Lo que se lleva en estos tiempos son las grandes certezas, la tendencia a verlo todo o blanco o negro, olvidando la variada gama de grises y, de paso, también los matices. Todo contribuye a ello: la rapidez con que vivimos, la brevedad de los mensajes que leemos, la falta de tiempo para analizar los detalles...

Hay gente que lo tiene todo claro. Confieso que les envidio: son capaces de levantar la voz para dar a conocer su verdad absoluta. Creen que tienen la razón. Por supuesto, no cambian de parecer así reviente el mundo. La duda no forma parte de sus planes. ¿De qué iban a presumir si les quitan las certezas? ¿Con qué harían callar al cuñado en reuniones familiares?

Luego estamos los que dudamos de todo. Confieso que yo pensaba que con el tiempo se me pasaría. Quiero decir, que me iría pareciendo a ellos, los seguros. Pero no. Aumenta mi escepticismo a medida que aumentan mis años. No tengo certezas sobre nada. Ni sobre el pasado, ni sobre la política, ni sobre la religión, ni sobre la muerte, ni sobre el amor, ni siquiera sobre mí misma. Las pocas que tuve alguna vez se han ido diluyendo con los años. Y lo peor es que me gusta. En un tiempo admiré a los otros, los seguros. Hoy veo que la duda es hermosa y necesaria. Admiro a los escépticos, los que dudan, los que todo lo someten a examen. «Examinar»: skeptesthai. He aquí el pariente griego y lejano de nuestro escepticismo.

Admiro a la filósofa Victoria Camps, quien en su libro Elogio de la duda, dice que nuestra capacidad de cuestionar nos reporta grandes beneficios. Sin ir más lejos, hizo posible la filosofía.

Aristóteles habló del asombro como motor del pensamiento. Bertrand Russell dijo que la filosofía consiste en un ejercicio de escepticismo. Lógico: solo quien no lo ve todo claro se formula preguntas. El escepticismo busca aunque no encuentre.

«Aprender a dudar es aprender a pensar», escribió Octavio Paz, redundando en lo mismo. Y más allá fue Ortega y Gasset en su alabanza de la duda como método educativo: «Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas». Bendito sea el profesor que enseña que las cosas pueden ser grises, además de blancas y negras. La duda es signo de avance. La negación de la barbarie.

Aunque en este terreno es bueno predicar la prudencia. Hay que ser prácticos: en la vida hay que tomar muchas decisiones sobre asuntos sobre los que no tenemos toda la información, y un exceso de duda podría resultar paralizante. Si dudáramos de todo no osaríamos dar un paso. Ya lo dijo Antonio Machado: «Aprende a dudar y acabarás dudando de tu propia vida.»

Los tiempos piden a gritos que dudemos de todo. Sin embargo, abundan los que lo tienen todo claro. Tal vez porque la certeza sale más a cuenta: permite llevar la razón, sentirse parte de un grupo, elegir al enemigo y combatirlo. O tal vez porque la duda es más laboriosa. Requiere tiempo, espacio, silencio y reflexión. Todo eso de lo que carecemos.

*Escritora.