Cuando yo era niño, un hombre venía a casa a cortarme el pelo. Le llamábamos «el barbero». Evidentemente, yo no tenía ningún tipo de barba para recortar. He pensado en ello mientras esperaba mi turno en la barbería de Tito, que también es peluquería, es decir, que arregla el pelo de las señoras. Es una persona moderna.

He pensado en las antiguas barberías, que a menudo eran centros donde se practicaba la conversación y, si era preciso, el chismorreo. Eran una especie de casino de barrio o de pueblo. Pequeños chismes, ya se sabe. Y a veces nacían discusiones sobre grandes problemas, sobre hechos políticos, con argumentaciones no siempre lógicas, pero apasionadas. La barbería podía parecerse a un pequeño parlamento. Podríamos decir que los debates tenían una vivacidad notable, porque la discusión no obedecía a las normas de control que suelen imponerse, implícitamente o por aviso del presidente de una Cámara de Diputados. La palabra no se concedía ni se retiraba. En la barbería podía practicarse una aproximación al caos verbal.

Y lo que más me sorprende es que la palabra barba se nos aparezca relacionada con la palabra barbaries. La historia está llena de ilustres barbudos: militares, poetas, sabios, filósofos, sacerdotes, anarquistas... Y hoy mismo, yendo por la calle, he visto pasar a bastantes chicos que han decidido dejarse barba. Me atrevería a decir que si la moda va creciendo, podremos hablar de una barbaridad...

No sé si los grupos de amigos que comparten una cena todavía dicen que tienen que pagar tanto «por barba». Y de alguien que se enriquecía se decía que se hacía la barba de oro. ¿Dejarse la barba es una manera más o menos consciente de afirmar la masculinidad? ¿O solo es una moda? La barba ósea, es decir, el mentón, no suele tener un perfil agradable. La barba, en cambio, permite diseñar un conjunto de pelos a gusto del exhibidor. Hay barbudos que cuando deben afeitarse la barba se sienten desnudos.

*Escritor