Un año más, en la mañana del Domingo de Pascua de resurrección resuena el anuncio antiguo y siempre nuevo: «¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!». Es la Pascua de la Resurrección del Señor, es el paso de Jesús a través de la muerte a la Vida gloriosa. Cristo Jesús ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya «no está aquí», en el sepulcro oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.

¡Cristo ha resucitado! Esta es la gran verdad de nuestra fe cristiana. Aquel, al «que mataron colgándolo de un madero» (Hech 10, 39) ha resucitado verdaderamente, triunfando sobre el poder del pecado y de la muerte. Ante quienes niegan la resurrección de Cristo o la ponen en duda hay que afirmar con fuerza que la resurrección de Cristo es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilato, este y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos: Jesús vive ya glorioso y para siempre. La resurrección de Jesús no es fruto de una especulación o de una experiencia mística, ni una historia piadosa o un mito; es un acontecimiento que sobrepasa la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio. Es una luz divina, que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios.

La Pascua de Cristo es la verdadera fuente de Salvación de la humanidad. Si Cristo no hubiera derramado su Sangre por nosotros y no hubiera resucitado, no tendríamos ninguna esperanza: la muerte y la nada sería inevitablemente nuestro destino final. Feliz Pascua de Resurrección para todos.

*Obispo de Segorbe-Castellón