El president de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, alarga de una manera cansina el sainete de los lazos amarillos y las pancartas en los edificios institucionales. Lo que se quiso vender como un acto de dignidad se ha acabado convirtiendo casi en un pulso casi pueril que en nada ayuda ni al prestigio de las instituciones, ni a la convivencia de los catalanes, ni incluso a los presos a los que se pretende recordar. El Govern ha ido cediendo milímetro a milímetro acuciado por las resoluciones de la Junta Electoral Central y, finalmente, por la actuación de la fiscalía. Una manera de rectificar que ha sonrojado no solo a los catalanes que no piensan lo mismo y a los que también debe representar, sino también a buena parte del sector soberanista. La sustitución del color de los lazos y la colocación de nuevas pancartas ha estado a un paso de volver a comprometer la labor de los Mossos como policía judicial. Y ha evidenciado la tensión dentro de la mayoría independentista. Torra reculó tras ver como desparecía la simbología en departamentos gestionados por el PDECat, como el de Empresa, y en las conselleries de Esquerra, Economia y Salut. Tras un incidente de este tipo, si este bloque actuara por razones políticas y no por pulsiones emocionales, no sería impropio que se planteara la dimisión del president. Estos desafíos estériles acaban en los juzgados y están pensados para alimentar presuntos agravios. Si Esquerra y el PDECat no se imponen a Carles Puigdemont y Torra, la estrategia independentista puede erosionar aun más el autogobierno.