La reforma del modelo de financiación autonómica es una de las tareas que el Ministerio de Hacienda ha marcado en rojo en su agenda. Es una negociación compleja, en la que se mezcla el eje territorial y el político, con comunidades dirigidas por partidos de diferente color y por barones territoriales de enorme peso político. Es una negociación, además, que en España suele vivirse con un tremendismo exagerado: no debería ser motivo de preocupación ni la competencia territorial ni la negociación firme para proteger los intereses de cada comunidad, y más teniendo en cuenta que los principales servicios sociales (educación, sanidad...) dependen de los presupuestos de las autonomías.

Lo que sí que no es admisible es la competencia desleal en el ámbito fiscal al amparo de la deseable y necesaria autonomía de las comunidades en algunos tipos impositivos. Es, por ejemplo, el caso de los impuestos sobre el patrimonio y de sucesiones, que comunidades gobernadas por el PP (Madrid como principal ejemplo) han usado para crear una especie de paraísos fiscales con los que atraer inversiones. Es incoherente reducir impuestos y, después, en la negociación con el Gobierno, exigir el aumento de las aportaciones del Estado. Con esta política se crea una situación en la que el resto de comunidades se ven obligadas para poder competir a reducir sus ingresos, afectando de esta forma a la calidad de sus servicios sociales.