Mi hija me ha informado que en la escuela de idiomas hay un cartel que publicita la apertura de una peluquería asiática. Está cursando segundo de japonés, y en el tablón de anuncios de la escuela siempre acomodan avisos informativos sobre la apertura de cualquier empresa oriental que desea dar a conocer sus productos o servicios. «¡Seguro que te gustará papá! Como no te gusta hablar con gente desconocida estarás muy cómodo, apenas entienden nuestro idioma», me expresó con humor.

No me gusta participar en conversaciones vacías. La amabilidad que se edifica al amparo de la cortesía y que te obliga a participar en un diálogo, aunque no te interese, me resulta insoportable. Lo peor es que obviarlas sería una muestra de mal gusto, por lo que acabas resignándote. Muchos psiquiatras califican semejante actitud como un sesgo de fobia social. Yo lo defino como afabilidad obligatoria dentro de la normalidad transitoria. Así, me cuesta soportar por ejemplo, el modelo call center cuya aplicación es muy común en el servicio de charcutería y alimentos afines. Los tenderos o tenderas suelen utilizar un guion base estructurado por preguntas abiertas, parecido al que siguen los teleoperadores cuando telefonean a un grupo de usuarios potenciales extraídos de una base de datos.

El citado modelo suele presentarse como sigue: «¿qué tal la familia?», «hombre, hoy has venido solito, ¿dónde has dejado a la señora?», «mira, este queso es muy tierno, no resulta indigesto, desde que lo tomo voy al baño regularmente», «¡uy! me he pasado un poquito con los gramos del chorizo, no te importa ¿verdad, guapo?»… Menos mal que existe el fiambre envasado, prefiero servirme yo solo. Además, siempre se me cuela la misma señora mayor que, cuando le llamo la atención, se hace la sorprendida diciendo «¡ah! No te había visto... ji, ji».

Lo mismo sucede cuando voy a la peluquería. Nunca he repetido en la misma. Estoy buscando una regentada por un mudo. La cháchara bilateral que se establece entre dos personas separadas por un espejo es a todas luces, un tema extraordinario para tratarlo en una tesis doctoral.

Frases como: «qué, ¿de vacaciones?», «menuda faena lo del domingo, merecimos ganar el partido», «¿vives por aquí? tu cara me resulta familiar». Intento resolver la tesitura fingiendo que estoy buscando algo en el móvil o pidiendo una revista. Situaciones análogas también aparecen cuando vas a ver ropa. Basta con tocar una prenda para que te aborden de dos a tres dependientes. El que necesita la comisión es el que te pregunta por tu talla. Provoco el espanto de los vendedores con la frase: «solo vengo a mirar» y termino por abandonar el punto de venta sin ojear otros artículos.

Sería fantástico que existieran las tarjetas de visitante para los comercios, como las que se usan en los organismos públicos. Yo sería uno de los primeros en llevarla en la solapa o pegada en la frente, solo para que me dejaran en paz. En ocasiones he expuesto estas sensaciones cargadas de socarronería cuando en algún foro se plantea el trastorno de ansiedad social.

Intento aportar un punto de vista que está más cerca del tedio que del pánico. Entiendo que mucha gente puede sentir angustia en situaciones sociales donde no queda otro remedio que relacionarse.

Últimamente lo digo menos, por miedo (ahora sí) de que el deseo de buscar un peluquero mudo sea considerado un nuevo trastorno mental a incorporar en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) que la Asociación Psiquiátrica Americana renueva regularmente. Se reduce el margen de la normalidad en cada nueva revisión de los criterios diagnósticos, posibilitando que conductas y emociones cotidianas se etiqueten como patologías que necesitan asistencia.

*AFDEM