El fracaso con el que terminaron dos días de negociaciones en el Consejo Europeo ha evidenciado las diferencias entre contribuyentes netos con un PIB per cápita muy por encima de la media europea y receptores netos, aquellos que perciben de la Unión Europea más de lo que aportan. La pretensión de los primeros de que el presupuesto para el periodo 2021-2027 sea el equivalente al 1% del PIB global de los Veintisiete, habida cuenta de la pérdida de 75.000 millones de euros que hasta la fecha aportaba el Reino Unido, choca con el objetivo de los segundos de preservar los instrumentos de cohesión en dos campos específicos: las subvenciones a la agricultura y las ayudas regionales. El punto de partida es tan distante que ni siquiera parece viable la propuesta de mínimos: que el presupuesto equivalga al 1,07% del PIB.

No es exagerado considerar el punto de partida de Dinamarca, Suecia, Holanda y Austria un austericidio que agrandaría las diferencias entre estos países y los que, lejos de converger con ellos a corto plazo, se pueden encontrar con recursos menguados --el 14% menos para la agricultura-- y una crisis social. Compensar con la contracción del gasto el efecto inmediato del brexit sin explorar otras fórmulas, poner el acento en el pacto verde y la revolución digital y exigir al mismo tiempo una aceleración en los mecanismos de convergencia fiscal conlleva el riesgo de que las economías europeas más prósperas vean cumplidas sus expectativas y, por el contrario, se oscurezca la viabilidad futura de las que quedan fuera de ese marco de referencia.

Para España, el momento es muy preocupante. No solo para el sector agrícola --el 3% del PIB y menos del 5% de la mano de obra empleada--, sino porque de contraerse las ayudas, el país pasaría a ser contribuyente neto a pesar de presentar el mismo perfil económico que antes del brexit. Un factor de desequilibrio inasumible para un socio de la UE que arrastra desajustes derivados de la última crisis.