El acuerdo firmado ayer en Doha por un representante de los talibanes y un enviado especial de la Administración de Donald Trump tiene más de componenda para acelerar la retirada completa de los soldados de Estados Unidos y de la OTAN que de tratado de paz. En realidad, no lo es en absoluto porque en la negociación del texto no ha participado el Gobierno afgano y le toca ahora a este buscar la fórmula que le permita llegar a un compromiso con los talibanes. Un objetivo bastante difícil de concretar vista la debilidad gubernamental, agravada con la disputa por el poder entre el primer ministro in péctore, Ashraf Ghani, que ha aplazado la fecha de su toma de posesión, y el líder de la oposición, Abdullah Abdullah, dispuesto a formar un Ejecutivo paralelo.

Aunque el documento de Doha establece que la retirada total de los ejércitos occidentales no se consumará por completo si los talibanes mantienen la presión en el campo de batalla sobre el Gobierno afgano, lo cierto es que no contiene ninguna garantía de que al día siguiente de que parta el último soldado no se activará la máquina de guerra islamista. Son demasiadas las pruebas de que los talibanes controlan una parte significativa del territorio, mantienen vínculos con varios señores de la guerra y cultivadores de la amapola de opio y es impensable que renuncien a retener sus bases operativas, más o menos clandestinas, en el vecino Pakistán. Es decir, es improbable que los talibanes accedan a una reforma meramente cosmética del régimen afgano y se olviden de imponer su superioridad sobre el terreno: su propósito es volver al pasado y restaurar en lo esencial la teocracia medieval que instauraron entre 1996 y el 2001.

De forma que la gran incógnita es saber cuáles son las razones que han hecho posible ahora lo que no lo fue durante el mandato de Barack Obama. En sus cuatro años en la Secretaría de Estado, Hillary Clinton intentó varias veces dar con una facción de los talibanes dispuesta a negociar la paz, y no logró ningún avance, enfrentada a la doble realidad de que la iniciativa en todos los frentes era cosa de los talibanes y de que la pervivencia del Gobierno afgano dependía de la tutela de Estados Unidos. Poco han cambiado las cosas desde entonces salvo la urgencia de la Casa Blanca de incorporar a los eslóganes de campaña el final de la guerra más larga -19 años- de Estados Unidos en el exterior, una urgencia manifestada antes en Siria con una retirada en curso que ha debilitado enormemente a la oposición.

Los 14 meses que se han dado las partes para completar la retirada estadounidense es un periodo de tiempo suficientemente largo para comprobar in situ si la paz es realmente posible o solo un deseo inalcanzable, hipotecada la suerte de Afganistán por las peleas para controlar el Gobierno y por el deseo de los talibanes de ganar Kabul sin hacer concesiones. Un panorama nada descartable a tenor de los antecedentes históricos: todas las potencias extranjeras han fracasado cuando han querido imponer al país una solución política.