Cuando terminé mi bachillerato elemental con la reválida de cuarto curso incluida, mi padre, que estaba empecinado en que yo fuera ingeniero de caminos, me hizo matricularme de quinto curso en la rama de ciencias, que la verdad sea dicha no me seducía nada. Pero así fue. Recuerdo que, en aquel año académico, en la asignatura de Ciencias Naturales que impartía en el querido Instituto Ribalta el temido catedrático Don César Marín, teníamos actividades de laboratorio en el gabinete potenciado por el inolvidable Don Vicente Sos Baynat. En una de aquellas prácticas el profesor incineró un poco de azufre y preguntó a la colectividad de los presentes. —¿A que huele? —A cuerno quemado, contestó un compañero cuyo nombre omitiré, porque la frase (precisamente por la referencia al apéndice taurino, como tropo de infidelidad), fue tomada a chirigota por la clase. —No se rían, nos amonestó el catedrático. Tiene mucha razón aquí el amigo, e igual sería que hubiera dicho a cabello quemado, que a pezuñas, lana o uñas, precisamente por el alto contenido de azufre que tienen las proteínas que componen esos elementos orgánicos.

Viene a cuento este amplio exordio biográfico, por la frase «oler a cuerno quemado» cuyo origen hay que buscar en las hogueras inquisitoriales en las que eran achicharrados los herejes que, al arder, dejaban ese olor rastrero a chamusquina que no es sino el que desprende el cuerpo animal socarrado. Evidentemente los devotos de lo sicalíptico, de inmediato, echaron mano de la acepción con segunda intención de los cuernos, para concederle a la frase el talante de sospecha de deslealtad cabrona (con perdón, pero es así).

*Cronista oficial de Castelló