Al pensar en Europa cuesta ubicar la mirada. Para mesurar el valor de una palabra sería interesante identificar el grado de esperanza que registramos al escucharla. ¿Suena a pasado, a presente o a futuro? Hay palabras que palpitan ilusión y convidan a futuro. No sé si Europa es el caso. En la reconfiguración del orden mundial debería ser la gran esperanza. Debería irradiar no solo liderazgo científico y tecnológico, sino vanguardia moral haciendo honor al potencial de su legado histórico.

Una herencia que ya no es fortaleza y que hemos extraviado en un tiempo nublado de decadencia y egoísmo. Europa se derrite ella misma, sola, emulando esos imperios que son roídos desde dentro. Europa lo ha sido todo. También madrastra en tiempos de colonialismo pero resulta innegable su contribución al progreso de la humanidad.

Europa, decía Husserl , debía ser una actitud. Una actitud, una respuesta avanzada ante los retos y las grandes preguntas que nos acompañan desde siempre. Europa es el resultado de un arrastre acumulativo de logros y hallazgos. La filosofía griega, el derecho romano, el Renacimiento, el racionalismo, la Ilustración, la revolución tecnocientífica, la autonomía kantiana, los derechos individuales y los sociales, la separación de poderes, etc. Solo podemos entendernos reconociendo este recorrido. También el legado de las religiones de Abraham .

Sea como sea, Europa dice ahora que quiere regresar a la sala de máquinas de la globalización. Sabe que ha perdido el tiempo (u otros lo han ganado).

Se anuncian dos grandes vectores para una nueva economía. La sostenibilidad y la digitalización. El Green New Deal , un gran pacto verde para refundar la industria. Y el impulso decidido a la Inteligencia Artificial en el marco de la cuarta revolución industrial. Ahora o nunca. Europa es consciente de su regazada posición.

Acerca de la sostenibilidad llevamos décadas hablando y el cambio climático nos recuerda el paupérrimo resultado alcanzado.

Llegados aquí, tal vez los dos grandes ejes sugeridos se retroalimenten y surta un efecto positivo y alentador. El uso de la tecnología para gestionar los datos (el petróleo de la nueva economía) y tomar decisiones será clave. En este cambio de paradigma, la posibilidad de medir en tiempo real y que esa medición esté en el smartphone de cada ciudadano, consumidor, turista, vecino, contribuyente y gobernante puede resultar trascendental. Toca invocar el espíritu crítico de la vieja Europa, la actitud de Husserl, la visión coral de Pericles , el rigor empírico de Leibniz («no especules, mide»), esa visión que arranca en Protágoras («el humano es el centro de todas las cosas»), etc. La inteligencia digital puede rescatar palabras desgastadas como la sostenibilidad, lo ecológico, lo verde. Podremos medir y evaluar.

Por ejemplo, una ciudad turística inteligente establecerá indicadores e índices que den cuenta de cómo se gestionan residuos, recursos hídricos, aportación de las renovables, capacidad de carga del territorio, huella de carbono, incluso parámetros de hospitalidad, inclusión, seguridad y cuidado. Y la gente podrá escoger, premiar o castigar un destino por su credibilidad cuando prometa calidad, sostenibilidad u otras palabras biensonantes.

Europa, pues, debería reconciliar las transformaciones empoderando a la ciudadanía en el control/medición de esos cambios. Ese sería el valor añadido diferencial de la vieja-nueva Europa. No es la tecnología lo que nos hará más inteligentes, sino la toma de decisiones. Otra gobernanza, otro control democrático, otra transparencia. H

*Doctor en Filosofía